martes, febrero 28, 2006

El cuadro, sin duda.


Bueno, es un cuadro, pero no sólo un cuadro. Es un cuadro muy especial para mí, que me marcó por derecho propio. Nunca os lo había presentado, ni siquiera enseñado un poquito, como he hecho con otros.
Hoy es, indudablemente, el día señalado para dar señales de su existencia, y para darle las gracias a una persona sumamente simpática.

lunes, febrero 27, 2006

sábado, febrero 25, 2006

Verde pensativo

Homenagem a Mark Rothko
Amarelo, laranja, limâo,
depois o carmín: tudo arde nas areias
entre as palmeiras e o mar -era verâo.
Mas no lugar do teu nome
a terra tem a cor do verde
pensativo, que só a noite
pastoreia leve.
Homenaje a Mark Rothko
Amarillo, naranja, limón,
después el carmín: todo arde
en la arena
entre las palmeras y el mar -era verano.
Pero en el lugar de tu nombre
la tierra tiene el color del verde
pensativo, que sólo la noche
pastorea suave.
Eugénio de Andrade /Os sulcos da sede /Los surcos de la sed.
Traducción de José Ángel Cilleruelo.

viernes, febrero 24, 2006

La difícil pregunta

A difícil pergunta
Como se recusa o amor?, perguntavas,
o sorriso brincando ao sol com as româs.
Eugénio de Andrade / Os surcos da sede.


La difícil pregunta
¿Cómo se rehúsa el amor?, preguntabas,
la sonrisa jugando al sol con las granadas.
Eugénio de Andrade / Los surcos de la sed.
Traducción de José Ángel Cilleruelo.

miércoles, febrero 22, 2006

Así hago unas alubias que están de locura:


Hola. Vengo del blog de Bo Peep, de dejar allí amistosa y gustosamente una receta de mi cosecha, y me vengo para contarlo, porque no quiero que aquí os quedéis sin probarla. Ya me contaréis qué os parece. Besossssss


Ingredientes para dos personas (para que no digan que no sé lo que le pongo)
  • Un bote de alubias blancas cocidas de esos de medio kilo, creo.
  • Cuatro sepionets. Muy importante, muy mucho, imprescindible! es que tengan la bolsita de tinta llena, si está vacía, malo, no es lo mismo.
  • Un tronquito de brecol, o brócoli.
  • Un par de buenas cucharadas de tomate triturado de bote (si es natural y rallado al momento pues mejor que mejor, claro, pero el de bote también vale.)
  • Tres o cuatro dientecillos de ajo.
  • Una cebolla.
  • Aceite virgen de oliva por supuesto, imprescindible.
  • Un pellizco de guindilla.
  • Un pellizco de pimentón dulce.
  • Un pellizco de sal.
  • Un pellizco de nuez moscada.
  • Un vasito de agua si hace falta. Pero que los ingredientes no estén nadando, sólo cubiertos.

Modo de hacerlo (para que no digan que no sé lo que hago)


Pues primero que nada limpio los sepionets y les separo la tinta con cuidado. Los troceo en cuatro o seis trozos, y los dejo estar tranquilos de momento.
Lavo y troceo el brecol.
Pelo y troceo los ajos y abro el bote de tomate.
Pelo y troceo la cebolla.
Pongo al fuego una cazuela medianita, ni grande ni pequeña, pero mejor pequeña, bajita y no muy ancha.

Pongo en la cazuela el aceite, el pellizco de guindilla, la cebolla y los ajos, y el sepionet, y espero y remuevo y cocino a fuego medio durante diez minutos, más o menos.
Después añado el tomate y los tronquitos, (sólo la partes rizadas del brecol) que he troceado en trozos muy pequeños, esto también es importante, porque apenas han de notarse en el plato.
Pongo los pellizcos de la sal, de la pimienta y de la nuez moscada, remuevo todo y añado el agua (sólo si hace falta).
Dejo que empiece a hervir y luego cocino a fuego lento.
Mientras tanto pongo las bolsitas de tinta en un plato y con la ayuda de un tenedor y con mucho cuidado de no mancharme las rompo y deshago la tinta con un poco de agua.
Añado la tinta y las alubias y otros quince minutos de cocción.
Apago el fuego, dejo que repose y … ufff… está riquísimo.
Que aproveche!
Salud.


Original recetario de Roma Romana



(P.D. Por cierto, que me ha costado más elaborar este texto de la receta que elaborar la comida, y es que todo cuesta lo suyo por poco que lo parezca)

lunes, febrero 20, 2006

S.O.S.


Puede que este post parezca una tontería.
¿O mejor sería decir que puede que la pregunta parezca una tontería?
El caso es que me he decidido a lanzarla porque no sé responderla.

domingo, febrero 19, 2006

Sombras


9

¿Nos olvidamos, a veces, de nuestra sombra o es que nuestra sombra nos abandona de vez en cuando?
Hemos abierto las ventanas de siempre. Hemos encendido las mismas lámparas. Hemos subido las escaleras de cada noche, y sin embargo han pasado las horas, las semanas enteras, sin que notemos su presencia.
Una tarde, al atravesar una plaza, nos sentamos en algún banco. Sobre las piedritas del camino describimos, con el regatón de nuestro paraguas, la mitad de una circunferencia. ¿Pensamos en alguien que está ausente? ¿Buscamos, en nuestra memoria, un recuerdo perdido? En todo caso, nuestra atención se encuentra en todas partes y en ninguna, hasta que de repente advertimos un estremecimiento a nuestros pies, y al averiguar de qué proviene, nos encontramos con nuestra sombra.
¿Será posible que hayamos vivido junto a ella sin habernos dado cuenta de su existencia? ¿La habremos extraviado al doblar una esquina, al atravesar una multitud? ¿O fue ella quien nos abandonó, para olfatear todas las otras sombras de la calle?
La ternura que nos infunde su presencia es demasiado grande para que nos preocupe la contestación a esas preguntas.
Quisiéramos acariciarla como a un perro, quisiéramos cargarla para que durmiera en nuestros brazos, y es tal la satisfacción de que nos acompañe al regresar a nuestra casa, que todas las preocupaciones que tomamos con ella nos parecen insuficientes.
Antes de atravesar las bocacalles esperamos que no circule ninguna clase de vehículo. En vez de subir las escaleras, tomamos el ascensor, para impedir que los escalones le fracturen el espinazo. Al circular de un cuarto a otro, evitamos que se lastime en las aristas de los muebles, y cuando llega la hora de acostarnos, la cubrimos como si fuese una mujer, para sentirla bien cerca de nosotros, para que duerma toda la noche a nuestro lado.

Oliverio Girondo / Espantapájaros.

sábado, febrero 18, 2006

viernes, febrero 17, 2006

Os presento a "Chica con falda roja"


Qué cosas... a veces, muuuuuuuuuuy pocas veces, me pasa que de golpe y porrazo se me viene a la cabeza el título preciso para un cuadro. Me pasa tan pocas veces que casi nunca les pongo títulos. Digamos que éstos, si han de llegar, serán bien recibidos, y si no... pues se quedan sin título y no pasa nada. Pues hoy, amigas y amigos, amantes y amantas, hoy me he tropezado con el título para este cuadro (al que no enseño al completo porque me da mucho pudor). Os lo presento: se llama "Chica con falda roja". Espero que no os lo toméis a la tremenda, os aseguro que el título me parece inmejorable.

jueves, febrero 16, 2006

Sigo a cuadros

¿Alguien sabe qué significado tiene la expresión
"Quedarse a cuadros"?
¿Qué imagen mental nos viene a la cabeza al oír esa expresión?

¿Que por qué lo pregunto?
Pues porque iba yo felizmente a soltar la frase "Sigo a cuadros" jugando con las palabras y con el equívoco y !plaf! me he hecho la pregunta: ¿y qué és estar a cuadros?. Y en lugar de meterme a buscar en los libros y diccionarios he pensado: "Qué mejor que lanzar la pregunta en la blogosfera. Hago la pregunta. Cierro el blog. Cierro el ordenador. Me voy a cenar un buen plato de jamón con una buena copa de vino a poder ser de la Ribera del Duero, y mañana cuando vuelva a abrir este cacharro, con la buena gente que se pasea por aquí de noche, tengo la pregunta contestada y el enigma resuelto".
¿A que sí?. ¿A que he tenido una buena idea?
Graciasssssssssssssssssss

miércoles, febrero 15, 2006

Vaya tarde tengo!

Ya sé que es mi problema. Por eso mismo... por eso mismo, digo... por eso mismo, repito... por eso mismo, sigo diciéndome... y este es también mi blog, no? ... Y si este es mi blog y es mi problema y es todo mío... Bueno, parece que desvarío, verdad, pero no, al contrario. Estoy cavilando, seriamente, como de costumbre, porque siempre cavilo seriamente aunque no pueda demostrarlo, y cavilo o cavilaba, pensaba, ya digo, en que es mi problema tener un problema y un blog. Las dos cosas. Qué hacer? El problema es simple, y conocido, muy conocido mío. El problema es tan conocido mío que de tanto conocerlo a veces ni me entero de que lo tengo al lado, fiel como un perro fiel. Pero ya, venga, lo suelto ya, voy a hablar, voy a nombrarlo. Se trata de... el cuadro. El cuadro. Lo nombro, lo escribo, lo leo, leo "El cuadro", y me hundo en el silencio más profundo. Abismal. Ni oígo ni veo. No veo nada. Ya sé que es mi problema... y que es un problema conocido, no, es más que eso, es un problema amigo, incluso muy buen amigo a veces, pero ¿cómo decir? como que hay un tiempo muerto, un espacio desocupado, en el que mientras tanto, mientras no acabas de saber si está de buenas o de malas contigo, estás con el problema y estás inquieto, o asustado, o acojonado, o peor, no sabes siquiera cómo estás.
Pues eso me pasa esta tarde. Que después de haber pintado, no sé qué pensar, y me gustaría pensar algo. Hummmmmmm. Espera... parece que he pensado algo. Ahora vuelvo. O si no vuelvo es que decidí quemarme en la hoguera junto con el problema.
O que lo dejé para mañana.
Chao.

La aporía del móvil


La aporía del móvil
Nunca he vivido una amistad más fugaz que la de Brunia. Estaba sentada en un banco del andén, y llevaba un vestido rojo muy ceñido en el torso, pero de falda amplia, ingobernable. Tuvo que acariciar los pliegues para que yo pudiera sentarme, y en su gesto aprecié que sus uñas estaban pintadas de rojo. La miré con un gesto de agradecimiento, y sus labios, muy rojos, me saludaron con una sonrisa. Recuerdo que mi primera reacción –quizás un tanto deformada por mi último viaje- fue la de comparar a aquella mujer, tan llamativa entre los colores apagados de la multitud, con el San Juan de la Deposición en el sepulcro de Van der Weyden, envuelto en un hábito muy sencillo, pero de un encarnado tan violento que empobrece la policromía y los dorados del resto de las figuras. De la estación de Sarriá a los Uffizi, y así se lo hice saber a mi compañera de banco, que me replicó con una alusión a su ignorancia en materia de pintura. Dispuesto a no perder la conversación – pues pertenezco al género, a veces insoportable, de los que acceden a todo a través de la palabra-, y como observara que tenía un libro en su regazo, le pregunté por su contenido. Su propia indecisión para responderme le hizo reír. Tras una breve alusión a lo absurdo del pudor, me explicó que se estaba entreteniendo con la Demonología de Giordano Bruno. “Para Bruno, Demonio es el nombre común que designa a dioses, ángeles, héroes, genios, espíritus astrales, ígneos, etéreos, aéreos, acuáticos, terrestres, subterráneos… Tiene el valor de clasificarlos según sus características psicológicas. Es la religión, pero también la magia.” Le contesté que no concebía la una sin la otra, y me disponía a referirme a Enrique de Villena para implicar también a la ciencia, cuando Brunia me interrumpió para anunciarme que el tren esperaba. En el momento de ascender al vagón –con una agilidad muy dulce que parecía evocar sus propias palabras-, Brunia me explicó que los ángeles no son del todo incorpóreos, sino animales de cuerpo sutilísimo. El compartimento se inundó de rojo cuando mi acompañante tomó posesión de su asiento. Me instalé frente a ella, junto a la ventanilla por la que se veía deambular el gris de la multitud. Pasó alguien, una dama apresurada, con una gabardina blanca que hizo un rápido destello. Brunia me miraba. “Algunos de ellos, de los demonios, son como animales brutos, y hacen daño sin propósito. Son irracionales, y no los asustan las amenazas ni les afectan las súplicas. Otros son más prudentes, cultos y envidiosos. Siembran la confusión y la duda… Los etéreos son enteramente buenos y amigos de los hombres. Los aéreos son amigos de unos y hostiles para con otros. Fíjate. Los acuáticos y los terrestres o son enemigos o no son amigos, debido a su inferior racionalidad… Los ígneos son los dioses y los héroes… los ángeles. Pero hay otro género de demonios que es el que me apasiona. Son aquellos, según Bruno, tímidos, suspicaces y crédulos. Escuchan y entienden las palabras, pero no distinguen entre lo posible y lo imposible, entre lo conveniente y lo inconveniente. Temen a las amenazas, y huyen ante la idea de muerte, de cárcel o de fuego.” El tren se puso en movimiento con cierta brusquedad. Le expliqué a Brunia la impresión que me domina siempre que viajo en tren, pues la rápida visión a través de la ventanilla me hace creer que permanezco inmóvil, y que es el mundo el que viaja en dirección contraria. Mi acompañante se rió por lo absurdo del comentario. “En ese caso nunca llegaremos a nuestro destino. Será él el que llegue a nosotros, Mahoma.” Aproveché la ocasión para aclarar que, puesto que yo no era Mahoma, debía tener otro nombre, y se lo dije. Pero Brunia no me contestó con el suyo, abortando el habitual intercambio de personalidades que constituyen las presentaciones. Me dirigió una sonrisa, y se enfrascó de nuevo en la lectura. Recordé entonces que llevaba un periódico en la bolsa, y lo saqué. Hice lo posible por entretenerme con la actualidad, pero el incendio rojo de Brunia, sus labios rojos entreabiertos, muy atentos, me impedían pensar en otra cosa que no fuera ella. Hice lo posible, también, por no interrumpirla. Parecía obsesionada por la lectura. Por eso me sorprendió el que no tardara en quedarse dormida. Su cabeza se ladeó lentamente, y sus manos cayeron, lánguidas, a ambos lados del cuerpo. No pude resistir la tentación de apropiarme de su libro. Con sumo cuidado, extendí el brazo y recogí el tomo de su falda. Pero, a pesar de mis precauciones, los párpados de la mujer se entreabrieron, sorprendiéndome en el acto de la apropiación. Me sentí un tanto azorado, pero Brunia se limitó a sonreírme de nuevo, y se dejó vencer por el sueño. Sus manos habían ocupado el lugar del tratado de Demonología.
Al abrir el libro descubrí su nombre. La firma decía únicamente “Brunia”, y la rúbrica complicada, casi barroca, envolvía también una fecha no muy lejana. Estuve leyendo el prefacio, y despertó mi curiosidad una aporía de Zenón que citaba el traductor, y que tenía cierta relación con mi anterior comentario sobre el movimiento del tren. No puedo culparme, a pesar de todo, por lo que no hice, puesto que fue la ignorancia la que me impidió descifrar los avisos del azar. Sólo después, en ese después siempre inevitable, se hacen evidentes para el que no supo entenderlos. Me sumergía, saltando páginas, en las visionarias concepciones de la mente que me brindaba el filósofo dominico, cuando Brunia me sobresaltó con un leve grito. Me miró primero con asombro, y luego con el sosiego del que regresa a una realidad ajena a la pesadilla. “He tenido un sueño muy raro –me explicó, una vez repuesta, con voz plácida- . Me perseguía uno de esos demonios de los que te he hablado. Yo le decía que me dejara, que se olvidara de mí, pero él parecía no entenderme. Iba vestido de negro, de un negro mate, y me buscaba con ansia, no sé si para hacerme daño o no, pero yo sabía que tenía que escapar. No parecía malo, pero estaba segura de que provocaba mal… Y huía, huía aterrada. Cuando le veía cerca, corría en cualquier dirección, y me sentía salvada por el movimiento… Ha sido todo muy rápido, pero yo sabía que mientras me moviera él no podría cogerme, porque me gritaba, desesperado, que el lugar es la envoltura de los cuerpos, y que en algún lugar deberíamos de coincidir.”
No pude hallar una respuesta, y debo insistir en que soy culpable tan sólo en la medida en que no supe abrir mi entendimiento a la fantasía. Brunia olvidó de inmediato la pesadilla, y pasó a informarme de la loca existencia de unos demonios que habitan en las minas de oro. La conversación se desarrolló inconexa y agradable. Con motivo de una referencia a ciertas artes culinarias, me ofrecí a llevarla a un restaurante en donde las practicaban con especial maestría. El breve trayecto tocaba a su fin. Brunia y yo nos apeábamos en la misma estación, y el tren se había detenido ya en nuestro destino. Una vez en el andén, nos despedimos entre el tumulto que se apresuraba en ascender o descender de los vagones, pues el jefe de estación se disponía a dar su beneplácito al maquinista. Anoté el teléfono de Brunia en mi agenda, y la última palabra que pronuncié fue su nombre, sin importarme evidenciar la incorrección que significaba el haberme preocupado en indagarlo, pues también demostraba interés. Brunia me dirigió su última sonrisa. Me mezclé con la multitud que circulaba por el andén, en dirección a la salida. Escuché el sonido metálico del tren en movimiento, y después, tan sólo un instante después, varios gritos que se alzaron al unísono. Me volví hacia donde estaba Brunia, y pude ver una oleada roja que se hundía bajo las ruedas de los vagones. Entre la multitud aterrada, un individuo vestido con un traje negro, de un negro mate, gritaba con desesperada culpabilidad que lo había hecho sin querer, que había sido un accidente, y se desplomaba, vencido por el miedo. Fue entonces, situado ya en el después inevitable, cuando comprendí los avisos del azar. La pesadilla demoníaca de Brunia tenía razón, y la aporía que despertó mi curiosidad lo confirmaba: “Un móvil no se mueve ni en el lugar en que se encuentra ni en el que no se encuentra.” Pero en algún punto se ha de coincidir.

Pedro Zarraluki / Galería de enormidades.

martes, febrero 14, 2006

Seda


-------------------Capítulo 58 ---------------------
Madame Blanche le recibió sin decir una palabra. El cabello negro, reluciente, el rostro oriental, perfecto. Pequeñas flores azules en los dedos, como si fueran anillos. Un vestido largo, blanco, casi transparente. Los pies desnudos.
Hervé Joncour se sentó frente a ella. Sacó de un bolsillo la carta.
-¿Os acordáis de mí?
Madame Blanche asintió con un milimétrico gesto de la cabeza.
-Os necesito otra vez.
Le tendió la carta. Ella no tenía ninguna razón para hacerlo, pero la cogió y la abrió. Miró las siete hojas, una a una, después levantó la vista hacia Hervé Joncour.
-Yo no amo esta lengua, monsieur. Quiero olvidarla, y quiero olvidar aquella tierra, y mi vida allí, y todo.
Hervé Joncour permaneció inmóvil, con las manos aferradas a los brazos del sillón.
-Voy a leer por vos esta carta. Lo haré. Y no quiero dinero. Pero quiero una promesa: no volváis jamás a pedirme esto.
-Os lo prometo, madame.
Ella le miró fijamente a los ojos. Después bajó la vista hacia la primera página de la carta, papel de arroz, tinta negra.
-Amado señor mío
Dijo
-no tengas miedo, no te muevas, permanece en silencio, nadie nos verá.
---------------------Capítulo 59 ----------------------
Sigue así, quiero mirarte, yo te he mirado mucho, pero no eras para mí, ahora eres para mí, no te acerques, te lo ruego, quédate donde estás, tenemos una noche para nosotros, y yo quiero mirarte, nunca te he visto así, tu cuerpo para mí, tu piel, cierra los ojos, y acaríciate, te lo ruego,
dijo Madame Blanche, Hervé joncour escuchaba,
no abras los ojos si te es posible, y acaríciate, son tan hermosas tus manos, he soñado con ellas tantas veces, ahora las quiero ver, me gusta verlas sobre tu piel, así, te lo ruego, continúa, no abras los ojos, yo estoy aquí, nadie nos puede ver y yo estoy cerca de ti, acaríciate, amado señor mío, acaricia tu sexo, te lo ruego, despacio,
ella se detuvo, Continuad, os lo ruego, dijo él,
es hermosa tu mano en tu sexo, no te detengas, a mí me gusta mirarla y mirarte, amado señor mío, no abras los ojos, todavía no, no debes tener miedo, estoy cerca de ti, ¿me sientes?, estoy aquí, te puedo rozar, esto es seda, ¿la sientes?, es la seda de mi vestido, no abras los ojos y tendrás mi piel,
dijo ella, leía despacio, con una voz de mujer niña,
tendrás mis labios, cuando te toque por primera vez será con mis labios, tú no sabrás dónde, de repente sentirás el calor de mis labios sobre ti, no puedes saber dónde si no abres los ojos, no los abras, sentirás mi boca donde no sabes, de repente,
él escuchaba inmóvil, del bolsillo de su traje gris sobresalía un pañuelo blanco, cándido,
tal vez sea en tus ojos, apoyaré mi boca sobre los párpados y las pestañas, sentirás entrar el calor en tu cabeza, y mis labios en tus ojos, dentro, o tal vez sea en tu sexo, apoyaré mis labios, allá abajo, y los abriré bajando poco a poco,
dijo ella, tenía la cabeza reclinada sobre las hojas, y con una mano se rozaba el cuello, lentamente,
dejaré que tu sexo entreabra mi boca, entrando entre mis labios, y empujando mi lengua, mi saliva descenderá por tu piel hasta tu mano, mi beso y tu mano, uno dentro de la otra, sobre tu sexo.
él escuchaba, mantenía la vista fija en un marco de plata, vacío, colgado de la pared,
hasta que al final te bese en el corazón, porque te deseo, morderé la piel que late sobre tu corazón, porque te deseo, y con el corazón entre mis labios tú serás mío de verdad, con mi boca en el corazón tú serás mío para siempre, si no me crees abre los ojos, amado señor mío, y mírame, soy yo, quién podrá borrar este instante que sucede, y este cuerpo mío ya sin seda, tus manos que lo tocan, tus ojos que lo miran,
dijo ella, se había inclinado hacia la lámpara, la luz se reflejaba en las hojas y pasaba a través de su vestido transparente,
tus dedos en mi sexo, tu lengua sobre mis labios, tú que te deslizas debajo de mí, aferras mis caderas, me levantas, dejas que me deslice sobre tu sexo, despacio, quién podrá borrar esto, tú dentro de mí moviéndote lentamente, tus manos en mi rostro, tus dedos en mi boca, el placer en tus ojos, tu voz, te mueves lentamente pero hasta hacerme daño, mi placer, mi voz,
él escuchaba, de pronto se volvió a mirarla, la vio, quiso bajar los ojos pero no lo consiguió,
mi cuerpo sobre el tuyo, tu espalda que me alza, tus brazos que no dejan que me marche, los golpes dentro de mí, es violencia dulce, veo tus ojos que buscan en los míos, quieren saber hasta dónde hacerme daño, hasta donde quieras, amado señor mío, no hay final, no acabará, ¿lo ves?, nadie podrá borrar este instante que sucede, para siempre echarás la cabeza hacia atrás, gritando, para siempre cerraré los ojos separando las lágrimas de mis pestañas, mi voz dentro de la tuya, tu violencia que me tiene aferrada, no queda ya tiempo para huir ni fuerza para resistirse, tenía que ser este instante, y este instante es, créeme, amado señor mío, este instante existirá, de ahora en adelante, existirá, hasta el final,
dijo ella, con un hilo de voz, después se detuvo.
No había más signos en la hoja que tenía en la mano: la última. Pero cuando le dio la vuelta para dejarla vio en el envés unas líneas más, ordenadas, tinta negra en el centro de la página blanca. Alzó la vista hacia Hervé Joncour. Sus ojos la miraban fijamente y ella percibió que eran unos ojos bellísimos. Volvió a bajar la vista hacia la hoja.
-No nos veremos más, señor.
Dijo.
-Lo que era para nosotros, lo hemos hecho, y vos lo sabéis. Creedme: lo hemos hecho para siempre. Preservad vuestra vida resguardada de mí. Y no dudéis un instante, si fuese útil para vuestra felicidad, en olvidar a esta mujer que ahora os dice, sin añoranza, adiós.
Permaneció unos instantes mirando la hoja, después la colocó sobre las demás, a su lado, sobre una mesita de madera clara. Hervé Joncour no se movió. Sólo giró la cabeza y bajó la mirada. Se encontró mirando fijamente la raya de los pantalones, apenas esbozada pero perfecta, en la pierna derecha, desde la ingle a la rodilla, imperturbable.
Madame Blanche se levantó, se inclinó sobre la lámpara y la apagó. En la habitación quedó la escasa luz que desde el salón, a través de la ventana, llegaba hasta allí. Se acercó a Hervé Joncour, se quitó del dedo un anillo de diminutas flores azules y lo dejó junto a él. Después cruzó la habitación, abrió una pequeña puerta pintada, camuflada en la pared, y desapareció, dejándola entreabierta tras de sí.
Hervé Joncour permaneció largo rato en aquella extraña luz, dando vueltas entre los dedos a un anillo de minúsculas flores azules. Del salón llegaban las notas de un piano cansado: disolvían el tiempo, que ya casi no se reconocía.
Al final se levantó, se acercó a la mesita de madera clara, recogió las siete hojas de papel de arroz. Cruzó la habitación, pasó sin darse la vuelta ante la pequeña puerta entreabierta, y se marchó.

Alessandro Baricco / Seda.
(En la contraportada de la edición de 1997 de la editorial Anagrama, que es la que tengo, hay unas palabras del propio Baricco que me gustaron sobremanera, dice que se podría decir que es una historia de amor, pero que si solamente fuera eso no habría valido la pena contarla, dice que esta es una historia en la que están entremezclados deseos y dolores, que se sabe muy bien lo que son, pero que no tienen nombre exacto que los designe, y que en todo caso, ese nombre no es amor.
He copiado estos dos capítulos porque me gustan enormemente, y porque en el contexto de la novela, al llegar a ellos, la sensación viva de "dolores y deseos" de los que habla Baricco me parece que alcanzan la cumbre. Preciosísima historia de amor me pareció esta Seda.)

jueves, febrero 09, 2006

Entre el lenguaje y la percepción

(…) El significado entra en las imágenes y hay que volver a sacarlo mediante una observación atenta. Entra en las palabras y hay que liberarlo mediante la lectura. Pero en realidad es más complicado de lo que parece. El juego de colocar palabras e imágenes en el mismo espacio perceptual, ya sea combinadas en la imagen o lado a lado, no es fácil de llevar a cabo, como muchos han descubierto. Primero, el artista tiene que seguirle la pista a cuatro fenómenos, no sólo a los dos aparentes:
1. Las palabras han aceptado significados y contextos en clave que afectan a lo que vemos. La misma imagen junto a dos textos se ve de dos maneras diferentes.
2. Las palabras invocan imágenes mentales que pueden entrar en conflicto con lo que vemos. El lenguaje se inventó para abreviar y explicar el mundo visual; las palabras entran en nuestros cerebros a lomos de las imágenes.
3. Todas las fotografías tienen significados basados en el contexto que pueden alterar nuestra manera de relacionarnos con ellas.
4. Las imágenes invocan palabras en la mente del espectador. Las imágenes entran en el cerebro a lomos de las palabras. La coreografía de imagen / palabra / palabra / imagen no es fácil de componer. Pero cuanto más difícil es, más posibilidades hay de cualificar o clarificar el mundo más amplio que es su fuente.
Hay una complicación más. Cuando leemos el texto lo hacemos a solas. Las palabras tienen que recorrernos individualmente en tiempo real, con nuestra peculiar velocidad e interpretación. La lectura de una imagen, sin embargo, es una experiencia determinada socialmente, una experiencia compartida. Las fotografías existen en un continuum que todos compartimos, y todas ellas se juzgan en relación con un inmenso banco de usos fotográficos. Incluso aunque nos guste pensar que estamos interpretando imágenes fotográficas individualmente, el promedio más alto de nuestra reacción es colectivo. Siempre miramos las fotografías hombro con hombro, estemos o no a solas.Individualmente, estas operaciones mentales pueden volverse transparentes y desaparecer. Si las realizamos juntos, sin embargo, tiene lugar una oscilación entre opacidad y transparencia y el espectador se vuelve autorreflexivo y analítico, y consciente de haberse equivocado al confiar en que palabras e imágenes contarían toda la verdad. El significado se vuelve ambiguo y supeditado a la energía participativa del espectador, pero la fuerza de las posibilidades metafóricas se expande. Para complicar aún más las cosas, desde comienzos de los años 70 algunos escritores americanos y franceses que hablaban de la fotografía como forma de arte empezaron a explorar la posibilidad de considerar la fotografía como un nuevo tipo de lenguaje estructurado de modo muy parecido al lenguaje verbal. En "Language Theory and Photographic Praxis" (Afterimage, Rochester, Nueva York, verano, 1977), Leroy Searle tejió un intrincado sistema teórico que ejerció una gran influencia en el planteamiento posterior de esta cuestión. Searle, Allan Sekula, Peter Wollheim, Jean Baudrillard y otros trabajaron después en profundidad la noción de la fotografía como lenguaje. El estudio de la imaginería fotográfica en términos de un lenguaje de signos se aglutinó sin excesivo rigor bajo el término semiótica. La fotógrafa canadiense Cheryl Sourkes ha sugerido que la semiótica empezó a modo de herramienta analítica para establecer una crítica de la fotografía como arte, y que posteriormente se convirtió en el tema de una gran parte del arte fotográfico. (…)

Rod Slemmons / Fragmento: Entre el lenguaje y la percepción.

miércoles, febrero 08, 2006

Ayudita para el pintor accidental

Anzuelos míos


Yo creo, amigas y amigos, que con estos siete tendré suficiente. Y si no fuera así ya vuelvo a por más, aún a riesgo de que se me rompa el saco.
Roma, dixit.

Desayuno sin dinamita



Hay mil maneras de interpretar esta caricatura (esta y cualquier otra), mil maneras en oriente y mil maneras en occidente. No hay una única manera. Por eso encuentro que es justo estar a favor de la libertad de expresión escrita, hablada, cantada, pintada, dibujada... y publicada.
Roma, dixit.

Humo dormido

martes, febrero 07, 2006

lunes, febrero 06, 2006

Ahí están: son ellas...

...Mármara

...Tempus

... y sus juegos malabares del día.

sábado, febrero 04, 2006

viernes, febrero 03, 2006

El arte y el tiempo


¿Quiénes son mis contemporáneos? - se pregunta Juan Gelman.
Juan dice que a veces se cruza con hombres que huelen a miedo, en Buenos Aires, París o donde sea, y siente que esos hombres no son sus contemporáneos. Pero hay un chino que hace miles de años escribió un poema, acerca de un pastor de cabras que está lejísimos de la mujer amada y sin embargo puede escuchar, en medio de la noche, en medio de la nieve, el rumor del peine en su pelo; y leyendo ese remoto poema, Juan comprueba que sí, que ellos sí: que ese poeta, ese pastor y esa mujer son sus contemporáneos.
Eduardo Galeano / El libro de los abrazos.
(Para mi estudiante favorita, Tempus Fugit)

Voz, Imagen, Escritura.

jueves, febrero 02, 2006

De las dificultades de librarse de las alambradas


De las dificultades de librarse de las alambradas

Mi querida amiga:

A veces sucede que uno pasa una velada con unos amigos y, por pura casualidad, la conversación recae sobre un argumento cualquiera. La otra noche, por ejemplo, estaba invitado a cenar en casa de unos amigos que viven justo detrás de la iglesia de Saint-Germain y, charlando, se aludió a un libro titulado Histoire politique du barbelé de Olivier Razac. Me apresuro a decirte que a ese autor no lo conozco y que todavía no he terminado su libro. Pero la idea de las alambradas me conmovió tan profundamente que no pude evitar dejarme arrastrar a ciertas reflexiones, como si esta carta que te envío fuera una sesión psicoanalítica y yo estuviera tumbado en un sofá. Los sofás de los psicoanalistas no me gustan, porque están llenos de las pulgas de los pacientes que han estado tumbados en él: pulgas que muerden, que pican, ya saciadas de la sangre ajena. Cada uno habla con su propia sangre, que pertenece aparentemente a grupos genéricos: para la Cruz Roja, ser del grupo cero significa ser donante universal, es decir, significa que poseemos la sangre igual a muchos otros. Pero no es verdad. La sangre es tan personal que no es transferible. Porque no está hecha sólo de glóbulos blancos y rojos, sino que está compuesta sobre todo de recuerdos. No hace mucho tiempo, leí en una revista especializada que algunos científicos de indiscutible fama han intentado establecer el lugar en el que se halla el punto central y más íntimo del conocimiento, al que han llamado “alma”. La han situado en cierta parte del cerebro. No estoy de acuerdo con ellos: el alma reside en la sangre. No en toda la sangre, naturalmente, sino en un solo glóbulo que está mezclado con miles de millones de otros glóbulos y, por lo tanto, nunca será posible dar con él, con ese pequeño glóbulo que contiene el alma, ni siquiera con el más perfecto de los ordenadores, con el que se acerque a Dios (porque a eso tendemos). Los que, en la historia de la humanidad, han comprendido y demostrado cuál es ese glóbulo que transporta el alma son los artistas y los místicos. Un artista sabe que en una de los miles de páginas de sus libros, por ejemplo la Recherche de Proust o la Divina Commedia de Dante, hay una sola palabra que es ese glóbulo que transporta su alma: y todo lo demás podría tirarse. Debussy sabe que en su Après-midi d’un faune, o en su Danza sagrada y profana sólo hay una nota que encierra su alma. Leonardo da Vinci sabe que en su Virgen de las rocas, o en La Gioconda sólo hay una pincelada donde en verdad se contiene su alma. Lo sabe, pero sin saber dónde se encuentra. Y ningún crítico y ningún exegeta podrá descubrirlo jamás. ¿Por qué?
Porque hay una alambrada que rodea a esa gota de sangre.
Ha habido momentos en los que las circunstancias históricas, la liberalidad de la sociedad, la aparente felicidad del ser, nos han hecho creer que conocíamos esa plaqueta, esa inefable y minúscula criatura del ser gracias a la cual ha nacido en esta tierra la vida y la inteligencia de la vida. Fueron sin duda lo0s momentos más hermosos y felices para los Conocedores, es decir, para aquellos a quienes la naturaleza había concedido el privilegio de comprender por todos los demás. Pero la ilusión siempre es efímera. Cuando no se evapora por su propia naturaleza, muere por efecto de las alambradas. Hay dos clases de alambradas fundamentales que actúan para acabar con la comprensión de nuestra alma: unas son las que levantan los demás, las otras son las que nos construimos nosotros mismos. De las primeras no hablaré: es tristemente conocida en este siglo nuestro que Primo Levi ha resumido con esta fórmula siniestramente química: Zyklon B, radiactividad y alambre de espino. En esta época de negación y revisionismo según la cual los cadáveres de las fosas comunes de los campos de concentración, las montañas de zapatos y de gafas todavía visibles hoy en Auschwitz no son más que humo salido de las chimeneas de la imaginación de los historiadores sectarios, hablar de alambradas parece sarcásticamente tautológico.
Así que no. Hablemos mejor de las alambradas mentales que han llevado a las alambradas de las que hablo yo: forman parte de mi espíritu, y forman parte de tu espíritu, oh, mi querida Amiga. Yo sé por qué lo sé. Y lo sé porque, habiendo llegado al año dos mil y a la modesta edad que he alcanzado, me he pinchado con esas alambradas hasta el extremo de hacer brotar esa gota de sangre en la que se halla por entero mi alma, y la tuya, aunque no lo quieras. Esa alambrada, contrariamente a cuanto piensas y que imaginas como una angosta prisión, puede ser también la máxima libertad que nos ha sido concedida. Por ejemplo, es una ventana. Esta noche, aquí, en casa de mis amigos, abro una ventana y me asomo. Hace mucho tiempo que quería volver a ver una tormenta de verano, y me pregunto si podrá repetirse de la misma manera y con las mismas sensaciones que provocó en mí en un pasado inmemorial. Estaba en la Toscaza, ya era de noche y conducía mi automóvil. Estaba bajando por la carretera que desde Montalcino lleva a la zona de Amiata. En determinado momento, a pesar de la oscuridad, tuve ganas de volver a ver la abadía de San Ántimo. Es sin duda la más hermosa iglesia románica del mundo, no sólo por la pura belleza de su construcción, por su ábside que se asemeja a la piel de una naranja pegada a un barco infantil, y por los bordados que endulzan el frontón y la cornisa de todo el edificio, sino también porque se halla en un valle que puede divisarse apenas se pasa la primera revuelta, y entonces la carretera baja dulcemente, como las caricias que mi abuela me hacía en la espalda cuando era pequeño para que me quedara dormido. Y al lado de la construcción en piedra arenisca que amarillea cuando hace sol, hay dos cipreses en forma de pincel, y nada más. Después de la segunda curva hay una gran encina, una encina vieja, muy vieja, bajo la que me detuve. No había luna aquella noche, sino unas nubes negras que hacían el cielo más bajo y el aire irrespirable. Era pleno verano, hacía calor, calor como el que hace en la Toscaza que he aprendido a amar desde que llegué desde mi norte natal, tanto calor que el día requiere alivio, un agua que aplaque el fuego, que lo apague aunque no sea más que por un rato. Detrás de la iglesia se dibujó un relámpago lívido que iluminó el ábside como en pleno día y, de angelical como era, se transformó en diabólica. Después apareció otro relámpago, al ponerse el sol, sobre los viñedos que descienden hasta la rectoral. Me asusté de ese anuncio de temporal, y pensé: será mejor volver a casa. En aquella época vivía en un lugar salvaje que no estaba lejos, en las colinas. Cuando llegué allí, el diluvio ya había comenzado, y el cielo estaba en llamas, como en una fiesta de pueblo en la que los santos se hubieran enfurecido. Subí a mi habitación y abrí la ventana. Era una ventana enorme, que daba a un paisaje de matorrales y rocas agujereadas por la intemperie. Allí vivían jabalíes y conejos silvestres que se hallaban ya en sus madrigueras. En mi habitación había una mujer que me dijo: ven a la cama. Si no la había, me la imaginé, porque cuando estalla una tormenta furibunda que te amenaza hasta hacer que te tiemblen las manos, es necesario oír la voz de una mujer que te conforte diciéndote: ven a la cama. Encendí un cigarrillo y me apoyé en el alféizar, y la brasa de mi cigarrillo era bien poca cosa frente a las llamas del cielo enloquecido. La electricidad del aire era tal que no sólo transportaba los pensamientos sino también las voces que corren por las ondas magnéticas estudiadas en su tiempo por Marconi. Y no había necesidad de marcar números para conectarse. Así fue como pensé en mis muertos, y como hablé con ellos. Las voces eran claras, nítidas y no tenían en cuenta en absoluto la explosión de los truenos. Me relataron sus vidas, que vidas no eran, y me dijeron que estaban tranquilos, porque de la vida que habían tenido no tenían nada de lo que rendir cuentas. Después se despidieron diciendo: vete a la cama a hacer el amor.
Y entretanto, yo seguía mirando a través de una ventana que da al cielo de París mientras en el fuego se cocinaba por sí mismo un plato italiano. La noche era estupenda, y unas cuantas nubes corrían leves por un cielo que tendía al cobalto. Después, las campanas de Saint-Germán tocaron un carillón festivo. Y la tormenta de verano de treinta años atrás regresó como por encanto, la volví a vivir porque las cosas pueden volver a vivirse incluso en un instante fugitivo, pequeño como una gota de lluvia que golpea en el cristal y dilata el universo de la visión.
Y desde esta ventana veía una enorme ciudad, veía los tejados de París, veía la vida de millones de personas, veía el mundo. Y quizá oyera las campanas de Saint-Germán. Y tenía la ilusión de que ese vasto horizonte era la libertad que las alambradas me han prohibido, o han prohibido a mis padres. Y sé que puedo escribir sobre esa libertad. Y sé que ella, a ti que me lees, mi querida Amiga, puede parecerte el privilegio de una verdadera libertad conquistada. Pero me guardo mis ilusiones, como tú, porque para encontrar realmente ese minúsculo glóbulo que viaja entre millones de glóbulos en mi sangre, donde se encuentra mi alma, y que podría pasar a través de las alambradas, debería atravesar de verdad esta ventana y tener el valor de que esa pequeña gota de sangre quedara impresa como una pincelada de un pintor en la acera de ahí abajo. Allí es donde sería de verdad, y donde tú podrías de verdad leerme. Pero ¿sabes por el contrario a quién correspondería leerme? A la policía científica, que, con sus instrumentos, acudiría a descifrar mi grupo sanguíneo. Por eso, en lugar de todo ello, te dejo unas cuantas palabras, y hay que contentarse, porque todo lo demás son palabras, palabras, palabras…

Antonio Tabucchi / Se está haciendo cada vez más tarde.

Imagen


¿Cuántas palabras más vale una imagen que mil palabras?

Voz


...Porque mi voz no es voz;
es casi sueño...
S.O.

miércoles, febrero 01, 2006

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Me ha parecido que sería bueno darle cabida en el blog a la publicidad de esta página http://www.sofiasexy.com/contenidovip.html y colaborar con mi granito de arena.

Una pared, una ventana


Con esta imagen fotográfica me relacionaba ayer mi preciada Tempus Fugit en su blog Rendiciones. Cuando la vi se me vino a la cabeza inmediatamente otra imagen fotográfica que yo compré a su autor (A. Marín) hace un tiempo, y que es la que está en la publicación anterior a esta.
Sólo trato de contar cómo surgió la idea de mostrar la foto aquí, y el por qué del título que elegí. Tempus había colocado una foto y yo tenía otra similar en el concepto, similar en el color, y similar en la composición. Así lo veo yo, al menos. Su imagen era una pared, una ventana, busqué mi imagen y fue otra pared, otra ventana. Así de sencillo, así de simple.