martes, septiembre 27, 2005

El poeta es un fingidor

El poeta es un fingidor.
Y finge tan profundamente
que hasta finge que es dolor
el dolor que de veras siente.

Y quienes leen lo que escribe
sienten, en el dolor leído,
no los dos que el poeta vive,
sino aquél que no han tenido.

Y así va por su camino,
distrayendo a la razón,
ese tren sin real destino
que se llama corazón.

Fernando Pessoa

miércoles, septiembre 21, 2005

Mora o zarzamora



Mora o zarzamora
Nombre botánico: Rubus fruticosus.
En otras lenguas: amora, mora, maruga.
La zarza es un arbusto sarmentoso, conocido y apreciado desde tiempos remotos.
El fruto es la zarzamora, constituida por numerosos frutículos negros y jugosos.
Las moras maduran en verano, pasando paulatinamente del color verde al rojo y después al negro, cuando están muy maduras.
Tiene propiedades astringentes.
Crece en los torrentes, ribazos, setos...

Mermelada de moras
Ingredientes: Para 3-4 tarros de 375 gramos.
  • Kilo y medio de moras
  • Azúcar (según peso del puré)
  • Un vaso de agua
  • Un limón


Lavar las moras y escurrirlas.

Ponerlas en una cazuela con el vaso de agua y calentarlas al fuego, durante 5 minutos, aplastándolas al mismo tiempo con una cuchara de madera.

Triturarlas en batidora y pasar por pasapurés o colador fino.

Pesar el puré obtenido y calcular la misma cantidad de azúcar.

Poner en una cazuela de fondo grueso y añadir el zumo de limón.

Cocer a fuego lento durante 45 minutos aproximadamente, removiendo a menudo.

Verter en los tarros, previamente esterilizados, y tapar de inmediato.

Lourdes March / Libro de las conservas, las hierbas aromáticas y los frutos silvestres.

sábado, septiembre 17, 2005

De las “Cartas a un joven poeta”

Borgeby gärd, Flädie, Suecia, a 12 de Agosto de 1904

Quiero volver a hablar un rato con usted, querido señor Kappus, aunque no soy capaz de decir casi nada que sirva de ayuda, casi nada útil. Ha tenido usted muchas y grandes tristezas, que ya han pasado. Y dice usted que también el pasar de esas tristezas le ha resultado duro y desazonante. Pero, por favor, considere usted si esas grandes tristezas no han pasado más bien por en medio de usted, atravesándolo. Si no se han modificado muchas cosas en usted, si no ha cambiado usted en algún sitio, en alguna parte de su ser, mientras estaba triste. Sólo son peligrosas y malas aquellas tristezas que se llevan en medio de la gente, para hacerse oír; como enfermedades que son tratadas superficial y torpemente, sólo dan un paso atrás y tras una breve pausa irrumpen de forma más terrible; y se concentran en el interior y son vida, vida perdida, y de ello se puede morir. Si nos fuera posible ver más allá de lo que alcanza nuestro saber y un poco más lejos de las avanzadillas de nuestro presentimiento, tal vez entonces soportaríamos nuestras tristezas más confiadamente que nuestras alegrías. Pues esos son los momentos en que ha entrado en nosotros algo nuevo, algo desconocido; nuestros sentidos enmudecen tímidamente cohibidos, todo en nosotros se repliega, surge un silencio y lo nuevo, que nadie conoce, se alza en su centro y calla.
Yo creo que casi todas nuestras tristezas son momentos de tensión que percibimos como paralizaciones porque ya no oímos vivir a nuestros sentidos enajenados. Porque estamos solos con lo extraño que ha penetrado en nosotros; porque por un momento se nos arrebata cuanto nos es familiar y habitual; porque estamos en medio de una transición en la que no podemos mantenernos quietos. Por eso pasa también la tristeza: lo nuevo en nosotros, lo recién llegado, ha penetrado en nuestro corazón, ha llegado hasta su estancia más recóndita y ya tampoco está allí, ya está en la sangre. Y no llegamos a saber lo que era. Sería fácil hacernos creer que no ha ocurrido nada, y sin embargo nos hemos transformado, como se transforma una casa en la que ha entrado un huésped. No podemos decir quién ha llegado, tal vez nunca lo sepamos, pero muchos indicios nos indican que el porvenir entra de esa manera en nosotros para transformarse en nuestro interior mucho antes de que suceda. Y por eso es tan importante estar solo y atento cuando se está triste: porque el instante aparentemente yerto y sin acontecimientos en que nos sale al encuentro nuestro porvenir está mucho más próximo a la vida que aquel otro instante temporal ruidoso y casual en que nos acontece, como algo que llega de fuera. Cuanto más callados, pacientes y abiertos estemos cuando estemos tristes, más profunda y certeramente penetra en nosotros lo nuevo, tanto mejor lo hacemos nuestro, tanto más se convierte en nuestro destino, y el día en que "sucede" en el futuro (es decir: cuando brota de nosotros y pasa a los demás) nos sentimos próximos y afines a ello en lo más íntimo de nuestro ser. Y esto es necesario. Es necesario –y hacia ello se encaminará cada vez más nuestra evolución-, que no nos suceda nada extraño, sino sólo aquello que hace ya tiempo forma parte de nosotros. ¡Ha habido que revisar ya tantos conceptos acerca del movimiento! También se aprenderá a reconocer poco a poco que lo que llamamos destino surge del interior de los hombres, no desde el exterior hacia su interior. Sólo porque muchos seres no absorbieron sus destinos mientras vivían en su interior ni los transformaron dentro de sí, no supieron reconocer lo que de ellos brotaba; les era tan ajeno que, en su confuso espanto, creían que justamente en aquel momento había entrado en ellos, pues juraban no haber encontrado antes nunca en sí mismos nada parecido. Igual que durante mucho tiempo se estuvo en el error acerca del movimiento del sol, sigue dándose el error todavía sobre el movimiento de lo venidero. El porvenir está fijado, querido señor Kappus, pero nosotros nos movemos en el espacio infinito.
¿Cómo no nos habría de resultar difícil?
Y si volvemos a hablar de la soledad, cada vez resulta más claro que en el fondo no es algo que se pueda escoger o dejar. Somos solitarios. Nos podemos engañar sobre esto y hacer como si no fuera así. Eso es todo. Pero cuánto mejor es darse cuenta de que lo somos, sí, precisamente para salir de ello. Entonces sucederá, ciertamente, que sentiremos vértigo; pues todos los puntos en que solía descansar nuestra vista nos los han quitado, ya no nada cercano y todo lo lejano está infinitamente lejos. Quien fuera llevado desde su cuarto, casi sin preparación ni transición, a lo alto de una gran montaña, tendría que sentir algo semejante: una inseguridad sin igual, una entrega a lo que no tiene nombre lo dejarían casi aniquilado. Le parecería estar cayendo o creería haber sido lanzado al espacio o haber estallado en mil pedazos: ¡qué tremendas mentiras tendría que inventar su cerebro para resolver y explicar a sus sentidos la situación!. Así se modifican para el que se convierte en solitario todas las distancias, todas las medidas; de esas modificaciones muchas se producen de modo brusco, y como en aquel hombre en la cima de la montaña, surgen entonces fantasías insólitas y sensaciones extrañas que parecen rebasar todo lo soportable. Pero es necesario que también esto lo experimentemos. Debemos aceptar nuestra existencia del modo más amplio que corresponda; todo, incluso lo inaudito, ha de ser posible en ella. Esta es, en el fondo, la única valentía que se nos exige: ser valientes ante lo extraño, lo asombroso y lo inexplicable que nos pueda suceder. Que los hombres en este sentido hayan sido cobardes ha causado infinito daño a la vida; los sucesos que se denominan “apariciones”, el llamado “mundo de los espíritus” al completo, la muerte, todas estas cosas que nos son tan afines, han sido de tal modo desalojadas de la vida por el diario rechazo, que los sentidos con los que podríamos captar se han atrofiado. Y eso para no hablar de Dios. Pero el miedo a lo inexplicable no sólo ha hecho más pobre la existencia del individuo; también las relaciones entre una y otra persona han sido limitadas por él, igual que si se las hubiera extraído del lecho de un río de infinitas posibilidades y depositado en una yerma ribera donde nada sucede. Pues no es sólo la apatía la que hace que las relaciones humanas sean tan indeciblemente monótonas y se repitan sin renovarse de un caso a otro; es por miedo a alguna vivencia nueva no previsible, para la que no se cree haber crecido lo suficiente. Pero sólo quien esté preparado para todo, sólo quien no excluya nada, ni aún lo más enigmático, vivirá la relación con otro como algo vivo y agotará él mismo a fondo su propia existencia. Pues si pensamos esta existencia del individuo como un espacio mayor o menor, es patente que la mayor parte sólo llegan a conocer un rincón de su espacio, un hueco de ventana, una franja por la que andan de arriba a abajo. Así tienen una cierta seguridad. Y sin embargo es mucho más humana aquella peligrosa inseguridad que en la historia de Poe impulsa a los prisioneros a palpar las formas de su temible mazmorra y a no ser extraños al indecible terror de su estancia. Pero nosotros no estamos presos. No hay dispuestos a nuestro alrededor ni lazos ni trampas, y no hay nada que deba angustiarnos ni atormentarnos. Estamos situados en la vida como en el elemento que nos es más apropiado, y nos hemos vuelto además tan similares a esta vida por una adaptación de milenios que, cuando nos estamos quietos, apenas se nos puede distinguir, por un feliz mimetismo, de todo lo que nos rodea. No tenemos ningún motivo para desconfiar de nuestro mundo, pues no está en contra nuestra. Si tiene terrores, son nuestros terrores, si hay en él abismos, esos abismos nos pertenecen, si hay peligros en él, tenemos que intentar amarlos. Y con tal de que organicemos nuestra vida de acuerdo con ese principio que nos aconseja que debemos atenernos siempre a lo difícil, cuanto ahora nos parece lo más extraño acabará por convertirse en lo más familiar y lo más fiel. ¿Cómo podríamos olvidarnos de aquellos mitos antiguos que están en el principio de todos los pueblos, de los mitos de los dragones que en el momento supremo se transforman en princesas? Tal vez todos los dragones de nuestra vida sean princesas que sólo esperan a vernos alguna vez hermosos y valientes. Tal vez todo lo espantoso en su más profunda base sea lo indefenso, lo que quiere una ayuda de nosotros.
Así que no debe usted asustarse, querido señor Kappus, si se levanta ante usted una tristeza tan grande como no ha visto usted otra; si un desasosiego como una luz con sombras de nubes recorre sus manos y toda su actividad. Tiene que pensar que algo está sucediendo en usted, que la vida no lo ha olvidado, que ella lo sostiene en sus manos; no va a dejarle a usted caer. ¿Por qué quiere usted excluir de su vida toda inquietud, todo dolor, toda tristeza, si no sabe lo que esas situaciones producen en usted? ¿Por qué quiere usted perseguirse a sí mismo preguntándose de dónde puede venir todo esto y adónde quiere ir a parar? Pues bien sabe usted que se halla en continua transición y que nada desearía tanto como transformarse. Si algo en sus procesos le resulta enfermizo, tenga en cuenta, sin embargo, que la enfermedad es el medio con que un organismo se libera de lo que le es ajeno; así que no hay más que ayudarle a estar enfermo, a que pase por completo su enfermedad y entre en crisis, pues en eso consiste su progreso. En usted, querido señor Kappus, ocurren ahora tantas cosas...; tiene que tener usted paciencia como un enfermo y confianza como un convaleciente, pues tal vez es usted ambas cosas. Y aún hay más: usted es también el médico que tiene que vigilarse a sí mismo. Pero hay en toda enfermedad muchos días en que el médico no puede hacer sino esperar. Y ese es ante todo lo que tiene que hacer usted, mientras es su propio médico.
No se observe demasiado a sí mismo. No saque conclusiones demasiado rápidas de lo que le ocurra; deje usted sencillamente que suceda. Si no, podría usted considerar fácilmente con reproches (es decir: desde un punto de vista moral) su pasado, que naturalmente tiene que ver con cuanto le ocurre ahora. Pero lo que sigue obrando en usted de los errores, deseos y anhelos se su adolescencia no es lo que ahora recuerda y condena. Las especiales circunstancias de una infancia solitaria y desamparada son tan difíciles, tan complicadas, están expuestas a tantos influjos y al mismo tiempo tan alejadas de todo verdadero vínculo vital, que si en ellas aparece un vicio, no se le puede llamar vicio sin más ni más. Sobre todo hay que ser muy cauto con los nombres; muy frecuentemente es el nombre de un crimen el que destroza una vida, no la acción misma personal y carente de nombre, que tal vez era una necesidad muy determinada de esa vida y podía ser aceptada sin dificultad por ella. Y el consumo de energía le parece a usted tan grande sólo porque sobrevalora el triunfo; no es éste lo “grande” que usted cree haber realizado, aunque tenga usted razón en lo que siente; lo grande es que ya existía ahí algo que usted pudo poner en lugar de aquel fraude, algo verdadero y real. Sin eso su triunfo sólo habría sido una reacción moral, sin un amplio significado, pero así se ha convertido en un trozo de su vida. De su vida, querido señor Kappus, en la que pienso con tantos buenos deseos. ¿Recuerda usted cómo esa vida suya desde la niñez anhelaba llegar a ser “mayor”? Yo veo cómo ahora desde su ser mayor anhela lo aún mayor. Precisamente por eso no deja de ser difícil, pero también por eso no dejará de crecer.
Y si he de decirle todavía algo, es esto: no crea usted que quien ahora está intentando consolarle vive descansado entre las sencillas y tranquilas palabras que a veces le confortan a usted. Su vida está llena de fatiga y tristeza, y queda muy por detrás de ellas. Pero de no ser así, nunca habría podido encontrar tales palabras.

Su
Rainer Maria Rilke

viernes, septiembre 16, 2005

Una enfermedad moral

Siempre me ha gustado Juan R. No es muy expansivo, aunque en ocasiones puede llegar a ser bastante hablador. Tiene que haber bebido, al menos, un par de copas. Lo mejor, entonces, son sus conclusiones, exageradas y, en el fondo, exactas. He llegado a comprender que, cuando se expresa con mayor exageración es, precisamente, en aquellas ocasiones en que la duda le posee. Juan R., molesto con su propia vacilación, es tajante. Pero yo creo que tiene razón, a pesar de sus dudas y tal vez a causa de ellas.
La última vez que le vi, en un país extraño, en una ciudad en la que los dos estábamos de paso, me abrió su alma. Nos habíamos encontrado en una calle céntrica y dedicamos los primeros minutos de nuestro encuentro a explicar nuestra presencia allí, lo que era, en ambos casos, bastante complicado. Comenzamos a celebrar aquel azar en un bar y proseguimos la celebración en uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Pedimos un raro vino y encargamos un menú fabuloso, pues estábamos deseosos de demostrar de algún modo nuestro contento. El vino llegó en seguida y nuestras copas fueron colmadas y vaciadas varias veces antes de que el desfile de platos diera comienzo. Fue entonces, antes de comer, cuando Juan R. habló.

-Yo tenía trece años más o menos –dijo-. Como sabes, mi hermano me lleva tres, y en ese momento tres años es una barbaridad. El verano estaba a punto de concluir y ya estábamos todos reunidos. Mi hermano había pasado las vacaciones en el Norte, en casa de unos amigos. A mis hermanas y a mí nos habían enviado a la playa. Mis padres habían permanecido en la ciudad, ocupados del arreglo de la casa a la que acabábamos de mudarnos. Nos visitaron en dos ocasiones, y aun cuando mi padre insistió en que mi madre se quedase con nosotros, ella no quiso dejarle a él toda la labor. Todos sabíamos que no tenía ningún mérito. A mi madre le encantan los traslados. A nuestro regreso, la casa ya estaba puesta con todos sus detalles y a mi padre le acometió el deseo de un viaje. A diferencia de mi madre, mi padre es una persona bastante silenciosa y poco comunicativa que, inesperadamente, sucumbe a grandes caprichos. Era domingo y las ventanas del comedor estaban abiertas. Habíamos acabado de comer. Dijo mi padre: “He reservado habitaciones en L’Etoile para la semana que viene.”
-Nos miró, satisfecho. Conocíamos L’Etoile. Habíamos tomado refrescos en la terraza, pero nunca habíamos dormido allí. A mi padre le empezaban a ir bien las cosas y quería celebrarlo.
-De repente, frunció el ceño.
“Tengo todos los pasaportes menos el tuyo”, dijo, mirando a mi hermano.
“Lo he perdido”, repuso prontamente mi hermano, aunque se ruborizó.
-Era el mayor, y mi padre lo trataba como tal. Creo recordar que había sido él quien, antes del verano, le había dado el pasaporte junto con varias recomendaciones. Ante aquella respuesta, mi padre se sintió insultado y quiso saber cómo había sucedido. Pero mi hermano se limitó a exponer que simplemente lo había perdido, que cuando había hecho la maleta para regresar no lo había encontrado.
-La dicha del Hotel L’Etoile se nubló. Todos confiábamos en que mi padre arreglaría el asunto, pero su humor ya se había estropeado.
-Pero yo sabía que mi hermano mentía, aunque no comprendía por qué. Había visto su pasaporte en el fondo de su cajón, que había abierto en busca de cerillas. Estaba seguro de que estaba allí, y nada escondido por cierto. Estuve a punto de decirlo, pero me callé. Mi hermano había dicho que lo había perdido durante el verano, que no lo había vuelto a meter en su maleta. Los tres años que nos separaban le daban autoridad para mentir, de forma que, aunque inquieto y también algo enrojecido, no dije nada. Pero cuando mi hermano se ausentó, fui a su mesa en busca del pasaporte. Ya no estaba en el cajón. Busqué por todas partes y al fin lo encontré en la biblioteca, tras los libros. Lo abrí: estaba todo sellado, todas las páginas, de arriba abajo. Nombres de diversos países, en la letra morada de los matasellos, lo llenaban. Leí ávidamente aquellos nombres, con la vista medio nublada. Luego, lo dejé en su lugar.

Juan R. hizo una pausa. Me miró con los ojos brillantes.
-No lo envidié por sus misteriosos viajes –prosiguió-. Aquellos nombres no me dijeron nada, no me inspiraron ninguna curiosidad. Lo que me aterrorizó fue el silencio de mi hermano. A su edad, había recorrido el mundo y no había sentido necesidad de decírmelo. Compartíamos la misma habitación, leíamos los mismos libros, nuestras aficiones no diferían esencialmente. A veces, hablábamos. Yo podía tener la vaga sensación de que los tres años que me llevaba lo hacían diferente, pero nunca hasta ese momento comprendí que lo que nos separaba no eran sólo tres años. El era distinto. Aquella intuición pasó, con el tiempo, a convertirse en certeza.

Llené las copas.

-Puedes utilizar esta historia –dijo, con una leve sonrisa-. No me importaría que alguien la aprovechara –me miró, tratando de valorar la impresión que me había producido-. Me gustaría que la escribieras –se decidió al fin.
Y, después, concluyó:
-Por supuesto, fuimos al Etoile, porque mi padre consiguió un pase para mi hermano, a quien, más tarde, se le dio otro pasaporte. Fueron las últimas vacaciones que pasamos todos juntos. Parecíamos una familia rica y feliz.

Presa de la melancolía de Juan R., fui consciente de la dificultad de la empresa. Sería difícil reproducir la historia tal y como la acababa de escuchar de sus labios. Cualquier descuido podría traicionarla. Había cesado de hablar y sus ojos se perdieron.

Lo imaginé en la terraza de L’Etoile, a la luz dorada de la tarde, rodeado de su familia. Allí estaba su hermano, enfrente suyo, tomando un granizado de limón con expresión ausente. En la mesa de al lado, otra familia prolongaba sus vacaciones. Pero el mundo carecía ya de unidad. Tras las páginas selladas del pasaporte, se había vislumbrado el vértigo del universo. Sobre él se había edificado su vida. Y el abismo seguía bajo nuestros pies.
El camarero depositó sobre nuestra mesa otra botella de vino y nos anunció que el primer plato llegaba inmediatamente. Aun antes de que llegara, Juan R., con la mirada fija en el mantel al que habían caído algunas gotas de vino, dijo, en tono de quien ha llegado a una conclusión reveladora:

-Hay personas aquejadas de una profunda enfermedad moral.

Soledad Puértolas

martes, septiembre 13, 2005

Setiembre

Buenos días
Cuando desperté esta mañana, una de las cosas que me han sorprendido es la potencia y sencillez de los rayos del sol. Es curioso porque casi todos los días el sol se dedica a cumplir pacientemente esa imprescindible función y no siempre nuestra mente es capaz de pensar en un hecho tan simple pero necesario.
Y... creo que eso es importante (lo de que el sol ilumine) porque con ello consigue dar luz a muchos de los aspectos que los humanos consideramos importantes y necesarios para nuestro existir.
Pero, al mismo tiempo, es muy sabio y creo que también sabe de la necesidad que tenemos los humanos de la penumbra y de la sombra para que podamos hacer funcionar nuestro pequeño "sistema solar", que no es ni más ni menos que una pequeña réplica de su propio sistema. De esa manera sabe que para relacionarnos con lo otro (nuestro pequeño mundo) es necesario que exista un mínimo de equilibrio entre nuestros pensamientos satélites. Y de esa manera, entre lo rutilante de los brillos que la potencia de su luz proyecta y la musicalidad del silencio que puede percibirse en la sombra, nosotros, los humanos, tratamos de encontrar un poco de equilibrio y estar contentos.
De esta manera creo que solemos recurrir a los paseos que nos llevan a buscar los claros del bosque con el deseo de beber y encontrar la tranquilidad suficiente como para que nuestro pequeño sistema solar siga funcionando.
Gracias Sol
Muchos besos . Y espero que podamos seguir encontrándonos.
S. P.

lunes, septiembre 12, 2005

Poeta sin maestros ni discípulos

kimi nakute
makoto ni tadai no
kodachi kana

De no estar tú,
demasiado enorme
sería el bosque.

kagero ya
me ni tsukimatou
warai-gao

En las tinieblas
lo que ronda mis ojos
es su sonrisa.

ashimoto e
itsu kitarishi yo
katatsumuri

Hasta mis pies
¿cúando y cómo has llegado,
caracolillo?

Issa

domingo, septiembre 11, 2005

Claros del bosque


... Y se recorren también los claros del bosque con una cierta analogía a como se han recorrido las aulas. Como los claros, las aulas son lugares vacíos dispuestos a irse llenando sucesivamente, lugares de la voz donde se va a aprender de oído, lo que resulta ser más inmediato que el aprender por letra escrita, a la que inevitablemente hay que restituir acento y voz para que así sintamos que nos está dirigida. Con la palabra escrita tenemos que ir a encontrarnos a la mitad del camino. Y siempre conservará la objetividad y la fijeza inanimada de lo que fue dicho, de lo que ya es por sí y en sí. Mientras que de oído se recibe la palabra o el gemido, el susurrar que nos está destinado. La voz del destino se oye mucho más de lo que la figura del destino se ve.
Y así se corre por los claros del bosque análogamente a como se discurre por las aulas, de aula en aula, con avivada atención que por instantes decae –cierto es- y aun desfallece, abriéndose así un claro en la continuidad del pensamiento que se escucha: la palabra perdida que nunca volverá, el sentido de un pensamiento que partió. Y queda también en suspenso la palabra, el discurso que cesa cuando más se esperaba, cuando se estaba al borde de su total comprensión. Y no es posible ir hacia atrás. Discontinuidad irremediable del saber de oído, imagen fiel del vivir mismo, del propio pensamiento, de la discontinua atención, de lo inconcluso de todo sentir y apercibirse, y aun más de toda acción. Y del tiempo mismo que transcurre a saltos, dejando huecos de atemporalidad en oleadas que se extinguen, en instantes como centellas de un incendio lejano. Y de lo que llega falta lo que iba a llegar, y de eso que llegó, lo que sin poderlo evitar se pierde. Y lo que apenas entrevisto o presentido va a esconderse sin que se sepa dónde, ni si alguna vez volverá; ese surco apenas abierto en el aire, ese temblor de algunas hojas, la flecha inapercibida que deja, sin embargo, la huella de su verdad en la herida que abre, la sombra del animal que huye, ciervo quizá también él herido, la llaga que de todo ello queda en el claro del bosque. Y el silencio. Todo ello no conduce a la pregunta clásica que abre el filosofar, la pregunta por “el ser de las cosas” o por “el ser” a solas, sino que irremediablemente hace surgir desde el fondo de esa herida que se abre hacia dentro, hacia el ser mismo, no una pregunta, sino un clamor despertado por aquello invisible que pasa sólo rozando. “¿Adónde te escondiste?...” A los claros del bosque no se va, como en verdad tampoco va a las aulas el buen estudiante, a preguntar.
Y así, aquel que distraídamente se salió un día de las aulas, acaba encontrándose por puro presentimiento recorriendo bosques de claro en claro tras del maestro que nunca se le dio a ver: el Único, el que pide ser seguido, y luego se esconde detrás de la claridad. Y al perderse en esa búsqueda, dársele el que descubra algún secreto lugar en la hondonada que recoja al amor herido, herido siempre, cuando va a recogerse.

María Zambrano

sábado, septiembre 10, 2005

Sólo la palabra



Hay una palabra, una sola, de la que no se sabe de cierto si alguna vez ha traspasado la barrera que separa al silencio del sonido. Ya que por muy larga e inconteniblemente que se haya hablado, la barrera entre el silencio y el sonido no ha dejado nunca de existir, erizándose hasta llevar al que habla al borde del paroxismo. La incontinencia del habla ha de tener en ese infranqueable obstáculo su origen. Y el desbordamiento del hablar entonces toma carácter de fenómeno cósmico; catarata, erupción volcánica. Y la palabra que es en sí misma unidad, conjunción milagrosa de la “fysis”, del sentido que abarca y reúne los sentidos, soplo vivificante, impalpable fuego y luz del entendimiento, cae arrastrada más infeliz que la piedra que acabará de rodar alguna vez al encontrar el mínimo albergue de su peso.
La palabra escondida, a solas celada en el silencio, puede surgir sosteniendo sin darlo a entender un largo discurso, un poema y aun un filosófico texto; anónimamente, orientando el sentido, transformando el encadenamiento lógico en cadencia; abriendo espacios de silencios incolmables, reveladores. Ya que lo que de revelador hay en un hablar proviene de esa palabra intacta que no se anuncia, ni se enuncia a sí misma, invisible al modo de cristal a fuerza de nitidez, de inexistencia. Engendradora de musicalidad y de abismos de silencio, la palabra que no es concepto porque es ella la que hace concebir, la fuente del concebir que está más allá propiamente de lo que se llama pensar. Pues que ella, esta palabra es pensamiento que se sostiene en sí mismo, reflejo al fin en lo simplemente humano de la lengua de fuego que abrió a aquéllos sobre quienes se posó el sentido y conocimiento de las lenguas todas. No se da a ver. Abre los ojos del entendimiento para que vea o vislumbre algo. Y no se presenta a sí misma porque, de hacerlo, acabaría con la relatividad del lenguaje y con su tiempo. Y quizá sea ella la que llegue un día.
Sin moverse, mueve; y sus aspectos son incalculables, daría de sí esta palabra impar para múltiples vidas; ilimitada y geómetra, trazadora de límites, de las necesarias separaciones entre los verbos y entre las diversas manifestaciones del tiempo; abre surcos en el tiempo paralelos o no. Y aún sostiene la divergencia entre ellos, pues que en la relatividad de la vida la divergencia es garantía de unidad cuando está sostenida por la palabra depositaria del sentido uno, de lo único.
Y llega ella, la palabra sola, a imponer en ciertos casos, en ciertas fases del ser del hombre, la privación del lenguaje, dejándolo reducido a lo indispensable para que siga formando parte de la sociedad el individuo a quien esto ocurre. Y a veces, quizá cuando el sujeto en cuestión insiste en hablar como siempre o más, se queda sin palabra alguna, sumido en total silencio, sin que pueda hablar ni consigo mismo. Mas le puede dejar sin esa distinción entre uno mismo y los otros, depositado en una vida de comunicación silenciosa, liberado de la expresión y del notificar. Establece la presencia de la palabra sola, una especie de respiración interior, una respiración del ser, de este ser escondido en lo humano que necesita respirar a su modo, que no puede ser el modo de la vida sin más. Vida y ser han de respirar al menos en el reino humano, haciendo presentir que sea así en todos los reinos del ser y de la vida distinta o unidamente.
Inicialmente las dos respiraciones, la de la vida y la del ser, se dan por separado. La respiración de la vida está bajo la amenaza de un cesar que no se hace sentir sino en ciertos momentos por una causa inmediatamente fisiológica, y con tanta frecuencia por la falta de respiración del ser escondido en el hombre. Y entonces la atención se vuelca en quien la padece, hacia fuera, hacia lo que cree ser la única respiración que posee y le sostiene. Y la dificultad de respirar vitalmente se condensa y arriesga hacerse total bajo la atención que, lejos de desatar el nudo, lo estrecha. Y es raro que la falta de respiración del ser no recaiga sobre la respiración de la vida, como es raro o imposible que ninguna dolencia del ser deje de afectar a la vida. Lo inverso, en cambio, sigue otra ley.
Pues que el ser escondido al respirar puede sostener en alto la vida de aquel en quien se da, sin que ninguna intención preconcebida ni ningún estímulo de afuera se interponga. Al ser, para que sostenga y aun salve los vacíos, las duraciones innumerables, los obstáculos de todo orden, hay que dejarlo a él mismo. Pues que alberga la palabra sola como su más directa manifestación incalculable. Ya que el ser, y más todavía por estar escondido en lo humano, es por principio incalculable, inasible, rodeado de un vacío que sólo desde él puede ser atravesado.
Y al fin en algunos seres humanos se cumple la unión de las dos respiraciones. Humanos, decimos, porque sólo de ellos podemos percibirlo con certeza. La respiración del ser hacia dentro, si se la considera desde esa superficie que la vida inexorablemente ofrece. Ya que la vida es por principio superficial, y sólo deja de serlo si a su respiro se une el aliento del ser que, escondido bajo ella, está depositado sobre las aguas primeras de la Vida, que nuestro vivir apenas roza. Pues que estamos depositados en la historia, atenazados por la necesidad y sobrecogidos por la muerte. Todo lo trasciende la respiración del ser, y así su palabra, la sola, desconocida y prodigiosa, milagrosamente identificada palabra, alza en su ímpetu único todas las palabras juntas y las unifica destruyendo irremediablemente. Ya que en el ser humano lo que trasciende abate y anula; nidifica. Y esta acción se aparece también doblemente. La nadificación que procede del ser, prenda de la unión, y aquella otra amenaza suprema que procede no del cese de la respiración vital, sino del apagamiento de la respiración del ser que más escondido se encuentre con mayor ímpetu, respira, dando entonces su sola palabra. Sólo su palabra antes de abrir el silencio que la trasciende.

Maria Zambrano

miércoles, septiembre 07, 2005

Sueño de Henri de Toulouse-Lautrec, pintor y hombre infeliz.


Una noche de marzo de 1890, en un burdel de París, después de haber pintado el cartel para una bailarina a la que amaba sin ser correspondido, Henri de Toulouse-Lautrec, pintor y hombre infeliz, tuvo un sueño. Soñó que estaba en los campos de su Albi, y que era verano. Se hallaba bajo un cerezo cargado de cerezas y hubiera querido coger algunas, pero sus piernas cortas y deformes no le permitían llegar hasta la primera rama cargada de fruta. Entonces se puso de puntillas y, como si fuera la cosa más natural del mundo, sus piernas comenzaron a alargarse hasta que alcanzaron una longitud normal. Una vez hubo cogido las cerezas, sus piernas comenzaron de nuevo a encogerse y Henri de Toulouse-Lautrec volvió a encontrarse a su altura de enanito.
Vaya, exclamó, así que puedo crecer a voluntad. Y se sintió feliz. Empezó a atravesar un campo de trigo. Las espigas lo superaban y su cabeza abría un surco entre las mieses. Le parecía que estaba en una extraña selva por la que avanzaba a ciegas. Al final del campo había un arroyo. Henri de Toulouse-Lautrec se reflejó en él y vio un enano feo con las piernas deformes vestido con pantalones de cuadros y un sombrero en la cabeza. Entonces se puso de puntillas y sus piernas se alargaron grácilmente, se convirtió en un hombre normal y el agua le devolvió la imagen de un joven apuesto y elegante. Henri de Toulouse-Lautrec se encogió de nuevo, se desnudó y se sumergió en el arroyo para refrescarse. Cuando hubo acabado el baño, se secó al sol, se vistió y se puso de nuevo en camino. Estaba cayendo la tarde, y al fondo de la llanura vio una corona de luces. Se dirigió hacia allí caracoleando sobre sus cortas piernecitas y, al llegar, se dio cuenta de que estaba en París. Era el edificio del Moulin Rouge, con sus aspas de molino iluminadas girando en el techo. Una gran multitud se agolpaba a la entrada, y junto a la taquilla un enorme cartel de colores chillones anunciaba el espectáculo de la velada, un cancán. El cartel reproducía una bailarina que danzaba sobre el escenario sujetándose la falda levantada, justo delante de las candilejas de gas. Henri de Toulouse-Lautrec se sintió satisfecho, porque aquel cartel lo había dibujado él. Después evitó mezclarse con la multitud y accedió por la entrada trasera, recorrió un pequeño corredor mal iluminado y apareció entre bastidores. El espectáculo acababa de comenzar. La música era estrepitosa y Jane Avril, en el escenario, bailaba como una endemoniada. Henri de Toulouse-Lautrec sintió un feroz deseo de salir a escena él también y de tomar por la mano a Jane Avril para bailar con ella. Se puso de puntillas y sus piernas se alargaron inmediatamente. Entonces se lanzó fogosamente al baile, su chistera rodó hacia un lado y él se dejó llevar por el frenesí del cancán. Jane Avril no parecía en absoluto sorprendida de que hubiera alcanzado una estatura normal, bailaba y cantaba y lo abrazaba, y era feliz. Entonces cayó el telón, el escenario desapareció y Henri de Toulouse-Lautrec se encontró con su Jane Avril en los campos de Albi. Ahora era de nuevo mediodía y las cigarras cantaban como enloquecidas. Jane Avril, exhausta por el calor y la danza, se dejó caer bajo una encina y se levantó las faldas hasta las rodillas. Después le tendió los brazos y Henri de Toulouse-Lautrec se dejó caer en ellos con voluptuosidad. Jane Avril lo abrazó contra su seno y lo acunó como se acuna a un niño. A mí me gustabas incluso con las piernas cortas, le susurró al oído, pero ahora que tus piernas han crecido me gustas todavía más. Henri de Toulouse-Lautrec sonrió y la abrazó a su vez, y, apretando la almohada, se dio la vuelta y siguió soñando.
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Antonio Tabucchi / Sueños de sueños.
Traducción de Carlos Gumpert Melgosa y Xavier González Rovira.

martes, septiembre 06, 2005

Sueño de Achille-Claude Debussy, músico y esteta.


La noche del veintinueve de junio de 1893, una límpida noche de verano, Achille-Claude Debussy, músico esteta, soñó que se encontraba en una playa. Era una playa de la costa toscana, ribeteada de monte bajo y de pinos. Debussy llegó con unos pantalones de lino y un sombrero de paja, entró en la caseta que le había asignado Pinky y se quitó la ropa. Entrevió a Pinky en la playa, pero en de hacerle un gesto de saludo, se deslizó hacia la sombra de la caseta. Pinky era una bella señora propietaria de una villa, se ocupaba de los escasos bañistas de su playa privada y paseaba por el litoral cubierta por un velo azul que le caía del sombrero. Pertenecía a la antigua nobleza y tuteaba a todo el mundo. Eso no le gustaba a Debussy, quien prefería ser tratado con fórmulas de cortesía.

Antes de ponerse el bañador flexionó varias veces las rodillas y después se acarició largo rato el sexo, que tenía semierecto, porque la visión de aquella playa solitaria, con el sol y el azul del mar, le producía cierta excitación. Se puso un bañador sobrio, de color azul, con dos estrellitas blancas en los hombros. Y en aquel momento vio que Pinky, ella y los dos alanos que la acompañaban siempre, había desaparecido y en la playa no había nadie. Debussy atravesó la playa con una botella de champagne que llevaba consigo. Cuando llegó junto a la toalla, excavó un pequeño agujero en la arena y metió en él la botella para que se mantuviera fresca, después entró en el mar y se puso a nadar.
Sintió de inmediato el benéfico influjo del agua. Le gustaba el mar por encima de cualquier cosa y hubiera querido dedicarle alguna pieza musical. El sol estaba en su cenit y la superficie del agua resplandecía. Debussy regresó pausadamente, con amplias brazadas. Cuando llegó a la orilla desenterró la botella de champagne y se bebió casi la mitad. Le parecía como si el tiempo se hubiera detenido y pensó que era eso lo que la música debía lograr: detener el tiempo.
Se dirigió hacia la caseta y se desnudó. Mientras se estaba desnudando oyó ruidos en el boscaje y se asomó. Entre los matorrales, pocos metros por delante de él, vio a un fauno que cortejaba a dos ninfas. Una ninfa acariciaba los hombros del fauno, mientras la otra, con gran languidez, ejecutaba algunos movimientos de danza.
Debussy sintió una gran laxitud y empezó a acariciarse muy despacio. Después avanzó en el boscaje. Cuando lo vieron llegar, los tres seres le sonrieron y el fauno comenzó a tocar un pífano. Era exactamente la música que a Debussy le hubiera gustado componer, y la grabó mentalmente. Después se sentó sobre las agujas de los pinos, con el sexo erguido. Entonces el fauno tomó a una ninfa y se enlazó con ella. Y la otra ninfa se acercó a Debussy con ágil paso de danza y le acarició el vientre. Era mediodía y el tiempo estaba inmóvil.

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Antonio Tabucchi / Sueños de sueños.
Traducción de Carlos Gumpert Melgosa y Xavier González Rovira.

lunes, septiembre 05, 2005

Sueño de Robert Louis Stevenson, escritor y viajero.


Una noche de junio de 1865, cuando tenía quince años, mientras se encontraba en una habitación del hospital de Edimburgo, Robert Louis Stevenson, futuro escritor y viajero, tuvo un sueño. Soñó que se había convertido en un hombre maduro y que se hallaba en un velero. El velero tenía las velas hinchadas por el viento y navegaba a través del aire. él estaba a cargo del timón y lo pilotaba como se pilota un globo aerostático. El velero pasó sobre Edimburgo, después atravesó las montañas de Francia y comenzó a sobrevolar un océano azul. Sabía que había tomado aquella nave porque sus pulmones no conseguían respirar, y necesitaba aire. Y ahora respiraba perfectamente bien, los vientos le llenaban de aire limpio los pulmones y su tos se había calmado.
El velero se posó sobre el agua y comenzó a avanzar velozmente. Robert Louis Stevenson había desplegado todas las velas y se dejaba guiar por el viento. En un momento determinado vio una isla en el horizonte, y numerosas canoas alargadas, conducidas por hombres oscuros, le salieron al encuentro. Robert Louis Stevenson vio cómo las canoas se ponían a su flanco y le indicaban la ruta a seguir; y mientras lo hacían, los indígenas entonaban cantos de alegría y lanzaban al puente de la nave coronas de flores blancas.
Cuando llegó a cien metros de la isla, Robert Louis Stevenson arrojó el ancla y descendió por una escala de cuerda hasta la canoa principal, que lo esperaba al pie de las amuras. Era una canoa majestuosa, con un tótem gigantesco en la proa. Los indígenas lo abrazaron y lo abanicaban con anchas hojas de palmera, mientras le ofrecían fruta dulcísima.
Esperándolo en la isla había mujeres y niños que danzaban riendo y que le pusieron guirnaldas de flores al cuello. El jefe del poblado se le acercó y le señaló la cumbre de la montaña. Robert Louis Stevenson comprendió que debía llegar hasta allí, pero no sabía por qué. Pensó que con su mala respiración no conseguiría nunca llegar hasta la cumbre, e intentó explicárselo a los indígenas por señas. Pero éstos ya lo habían comprendido y le habían preparado una silla entrelazando juncos y hojas de palmeras. Robert Louis Stevenson se acomodó en ella y cuatro robustos indígenas se colocaron la silla sobre los hombros y comenzaron a ascender hacia la montaña. Mientras subían, Robert Louis Stevenson veía un panorama inexplicable: veía Escocia y Francia, América y Nueva York, y toda su vida pasada que aún debía suceder. Y a lo largo de las laderas de la montaña, árboles benéficos y flores carnosas llenaban el aire de un perfume que le abría los pulmones.
Los indígenas se detuvieron frente a una gruta y se sentaron en el suelo cruzando las piernas. Robert Louis Stevenson comprendió que debía penetrar en la cueva, le dieron una antorcha y entró. Hacía fresco, y el aire olía a musgo. Robert Louis Stevenson avanzó por el vientre de la montaña hasta una habitación natural que lejanos terremotos habían excavado en la roca y de la que colgaban enormes estalactitas. En medio de la habitación había un cofre de plata. Robert Louis Stevenson lo abrió de par en par y vio que dentro había un libro. Era un libro que hablaba de una isla, de viajes, de aventuras, de un niño y de piratas; y en el libro estaba escrito su nombre. Entonces salió de la cueva, ordenó a los indígenas que volvieran al poblado y ascendió hasta la cumbre con el libro bajo el brazo. Después se tumbó sobre la hierba y abrió el libro por la primera página. Sabía que se iba a quedar allí, en aquella cumbre, leyendo aquel libro. Porque el aire era puro, la historia era como el aire y abría el alma; y allí, leyendo, era hermoso aguardar el final.
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Antonio Tabucchi
/ Sueños de sueños.
Traducción de Carlos Gumpert Melgosa y Xavier González Rovira.

domingo, septiembre 04, 2005

Sueño de Dédalo, arquitecto y aviador.


Una noche de hace miles de años, en un tiempo que no es posible calcular con exactitud, Dédalo, arquitecto y aviador, tuvo un sueño.
Soñó que se encontraba en las entrañas de un palacio inmenso, y estaba recorriendo un pasillo. El pasillo desembocaba en otro pasillo y Dédalo, cansado y confuso, lo recorría apoyándose en las paredes. Cuando hubo recorrido el pasillo, llegó a una pequeña sala octogonal de la cual partían ocho pasillos. Dédalo empezó a sentir una gran ansiedad y un deseo de aire puro. Enfiló un pasillo, pero este terminaba ante un muro. Recorrió otro, pero también terminaba ante un muro. Dédalo lo intentó siete veces hasta que, al octavo intento, enfiló un pasillo larguísimo que tras una serie de curvas y recodos desembocaba en otro pasillo. Dédalo entonces se sentó en un escalón de mármol y se puso a reflexionar. En las paredes del pasillo había antorchas encendidas que iluminaban frescos azules de pájaros y de flores.
Sólo yo puedo saber cómo salir de aquí, se dijo Dédalo, y no lo recuerdo. Se quitó las sandalias y empezó a caminar descalzo sobre el suelo de mármol verde. Para consolarse, se puso a cantar una antigua cantinela que había aprendido de una vieja criada que lo había acunado en la infancia. Los arcos del largo pasillo le devolvían su voz diez veces repetida.
Sólo yo puedo saber cómo salir de aquí, se dijo Dédalo, y no lo recuerdo.
En aquel momento salió a una amplia sala redonda, con frescos de paisajes absurdos. Aquella sala la recordaba, pero no recordaba por qué la recordaba. Había algunos asientos forrados con lujosos tejidos y, en el centro de la habitación, una ancha cama. En el borde de la cama estaba sentado un hombre esbelto, de complexión ágil y juvenil. Y aquel hombre tenía una cabeza de toro. Sostenía la cabeza entre las manos y sollozaba. Dédalo se le acercó y posó una mano sobre su hombro. ¿Por qué lloras?, le preguntó. El hombre liberó la cabeza de entre las manos y lo miró con sus ojos de bestia. Lloro porque estoy enamorado de la luna, dijo, la vi una sola vez, cuando era niño y me asomé a una ventana, pero no puedo alcanzarla porque estoy prisionero en este palacio. Me contentaría sólo con tenderme en un prado, durante la noche, y dejarme besar por sus rayos, pero estoy prisionero en este palacio, desde mi infancia estoy prisionero en este palacio. Y se echó a llorar de nuevo.
Y entonces Dédalo sintió un gran pesar y el corazón comenzó a palpitarle fuertemente en el pecho. Yo te ayudaré a salir de aquí, dijo.
El hombre-bestia levantó otra vez la cabeza y lo miró con sus ojos bovinos. En esta habitación hay dos puertas, dijo, y vigilando cada una de las puertas hay dos guardianes. Una puerta conduce a la libertad y otra puerta conduce a la muerte. Uno de los guardianes siempre dice la verdad, el otro miente siempre. Pero yo no sé cuál es el guardián que dice la verdad y cuál es el guardián que miente, ni cuál es la puerta de la libertad y cuál es la puerta de la muerte.
Sígueme, dijo Dédalo, ven conmigo.
Se acercó a uno de los guardianes y le preguntó: ¿Cuál es la puerta que según tu compañero conduce a la libertad? Y entonces se fue por la puerta contraria. En efecto, si hubiera preguntado al guardián mentiroso, éste, alterando la indicación verdadera del compañero, les habría indicado la puerta del patíbulo; si, en cambio, hubiera preguntado al guardián veraz, éste, dándoles sin modificar la indicación falsa del compañero, les habría indicado la puerta de la muerte.
Atravesaron aquella puerta y recorrieron de nuevo un largo pasillo. El pasillo ascendía y desembocaba en un jardín colgante desde el cual se dominaban las luces de una ciudad desconocida.
Ahora Dédalo recordaba, y se sentía feliz de recordar. Bajo los setos había escondido plumas y cera. Lo había preparado para él, para huir de aquel palacio. Con aquellas plumas y aquella cera construyó hábilmente un par de alas y las colocó sobre los hombros del hombre-bestia.
Después lo condujo hasta el borde del jardín y le habló.
La noche es larga, dijo, la luna muestra su cara y te espera, puedes volar hasta ella.
El hombre-bestia se dio la vuelta y lo miró con sus mansos ojos de bestia. Gracias, dijo.
Ve, dijo Dédalo, y lo ayudó con un empujón. Miró cómo el hombre-bestia se alejaba con amplias brazadas en la noche, volando hacia la luna. Y volaba, volaba.

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Antonio Tabucchi / Sueños de sueños.
Traducción de Carlos Gumpert Melgosa y Xavier González Rovira.

sábado, septiembre 03, 2005

Sueño de Fernando Pessoa, poeta y fingidor.


La noche del 7 de marzo de 1914, Fernando Pessoa, poeta y fingidor, soñó que despertaba. Tomó un café en su pequeña habitación de realquilado, se afeitó y se vistió con un traje elegante. Se puso su impermeable porque fuera estaba lloviendo. Cuando salió, eran las ocho menos veinte y a las ocho en punto se encontraba en la estación central, en el apeadero del tren que se dirigía a Santarém. El tren partió con absoluta puntualidad, a las ocho y cinco. Fernando Pessoa encontró sitio en un compartimento en el cual estaba sentada, leyendo, una señora que aparentaba unos cincuenta años. La señora era su madre pero no era su madre, y estaba sumida en la lectura. También Fernando Pessoa se puso a leer. Aquel día tenía que leer dos cartas que le habían llegado de Sudáfrica y que le hablaban de una infancia lejana.
Fui como la hierba y no me arrancaron, dijo en cierto momento la señora que aparentaba unos cincuenta años. A Fernando Pessoa le gustó la frase, de modo que la anotó en un cuaderno. Mientras tanto, frente a ellos, pasaba el paisaje llano del Ribatejo, con arrozales y praderas.
Cuando llegaron a Santarém, Fernando Pessoa cogió un simón. ¿Sabe usted dónde se encuentra una solitaria casa encalada?, preguntó al conductor. El conductor era un hombrecillo grueso, con la nariz rosácea a causa del alcohol. Claro, dijo, es la casa del señor Caeiro, la conozco muy bien. Y fustigó al caballo. El caballo empezó a trotar sobre la carretera principal flanqueada por palmeras. En los campos se veían cabañas de paja con algunos negros en la entrada.
Pero ¿dónde estamos?, preguntó Pessoa al conductor, ¿adónde me lleva?
Estamos en Sudáfrica, respondió el conductor, y estoy llevándolo a casa del señor Caeiro.
Pessoa se sintió más tranquilo y se apoyó en el respaldo del asiento. Ah, con que estaba en Sudáfrica, era justo lo que él quería. Cruzó las piernas con satisfacción y vio sus tobillos desnudos bajo los pantalones de marinero. Comprendió que era un niño y eso lo alegró mucho. Era magnífico ser un niño que viajaba por Sudáfrica. Sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno con delectación. Ofreció uno al conductor, quien lo aceptó ávidamente.
Estaba cayendo el crepúsculo cuando llegaron a la vista de una casa blanca que estaba sobre una colina salpicada de cipreses. Era una típica casa ribatejana, alargada y baja, con un tejado inclinado de color rojo. El simón enfiló el camino de los cipreses, la grava crujió bajo las ruedas, un perro ladró en el campo.
En la puerta de la casa había una viejecita con gafas y una toca blanca. Pessoa comprendió enseguida que se trataba de la tía abuela de Alberto Caeiro, y alzándose sobre las puntas de los pies la besó en las mejillas.
No permita que mi Alberto se canse demasiado, dijo la viejecita, tiene una salud muy delicada.
Se hizo a un lado y Pessoa entró en la casa. Era una habitación amplia, decorada con sencillez. Había una chimenea, una pequeña librería, un aparador lleno de platos, un sofá y dos sillones. Alberto Caeiro estaba sentado en uno de los sillones y tenía la cabeza reclinada hacia atrás. Era el HEADMASTER Nicholas, su profesor en la High School.
No sabía que Caeiro fuera usted, dijo Fernando Pessoa, y saludó con una ligera inclinación. Alberto Caeiro le indicó con un gesto cansado que entrara. Adelante, querido Pessoa, dijo, he hecho que viniera hasta aquí porque quería que supiera usted la verdad.
Mientras tanto, la tía abuela llegó con una bandeja en la que había té y pastas. Caeiro y Pessoa se sirvieron y cogieron las tazas. Pessoa se acordó de que no debía levantar el meñique, porque no era elegante. Se arregló la esclavina de su traje de marinero y encendió un cigarrillo. Usted es mi maestro, dijo.
Caeiro suspiró y después sonrió. Es una larga historia, dijo, pero es inútil que se la cuente con pelos y señales, usted es inteligente y la comprenderá aunque me salte algunos pasajes. Sepa sólo esto: Yo soy usted.
Explíquese mejor, dijo Pessoa.
Soy la parte más profunda de usted, dijo Caeiro, su parte oscura. Por eso soy su maestro.
Un campanario, en el pueblo cercano, dio las horas.
¿Y qué debo hacer?, preguntó Pessoa.
Debe usted seguir mi voz, dijo Caeiro, me escuchará en la vigilia y en el sueño, a veces lo molestaré, otras veces no querrá oírme. Pero tendrá que escucharme, deberá tener la valentía de escuchar esta voz, si quiere ser un gran poeta.
Lo haré, dijo Pessoa, se lo prometo.
Se levantó y se despidió. El simón estaba esperándolo en la puerta. Ahora se había transformado de nuevo en adulto y le había crecido el bigote. ¿Dónde tengo que llevarlo?, preguntó el conductor. Lléveme hasta el final del sueño, dijo Pessoa, hoy es el día triunfal de mi vida.
Era el ocho de marzo, y por la ventana de Pessoa se filtraba un tímido sol.
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Antonio Tabucchi / Sueños de sueños.
Traducción de Carlos Gumpert Melgosa y Xavier González Rovira