miércoles, agosto 31, 2005

JACQUES LACAN SIN ESFUERZO, PERO NO SIN PLACER


“¿Lacan? Ah, sí, Lacan... Aquel psicoanalista aficionado a los retruécanos y a los puros retorcidos... Nunca entendí ni una palabra. Era un tipo raro, ¿no?”, me dijo alguien un día. Pues sí, Lacan era un personaje realmente curioso. Aunque no lo conocí en persona (cuando murió, yo me mustiaba en las aulas del instituto), puedo hacerme cierta idea de él. Mi vinculación indirecta con Lacan (he llevado a cabo un análisis con una persona que a su vez se tumbó en el diván del maestro) me permite quizá combinar la distancia crítica con la admiración por su pensamiento, dos cosas a menudo incompatibles.
Lacan, el conflictivo, se empeñó en reavivar la plaga del psicoanálisis y en dotar de una figura al psicoanalista, que tiende demasiado fácilmente a creerse alguien importante. Desde el principio situó sus enseñanzas bajo la consigna del “retorno a Freud”, pero su pensamiento fue innovador en muchos aspectos. Lacan, sediento de espacios nuevos, intentó ampliar los límites del psicoanálisis con ayuda de la cultura. Sus tomas de posición y el hecho de haber causado dos escisiones en la comunidad analítica francesa explican que sea un personaje molesto. Ahora bien, los más molestos con él son quizá los propios psicoanalistas, perplejos ante la riqueza de sus enseñanzas y desestabilizados por el terremoto que Lacan provocó en una profesión algo rutinaria. Los demás, los curiosos, los hombres (y mujeres) de bien que se pierden un poco entre la complejidad de los conceptos lacanianos, se sienten a pesar de todo intrigados por este pensador alejado de toda norma, inclasificable e interesado por múltiples disciplinas.
Por desgracia, el inmenso saber que Lacan desarrolló en el ámbito del psicoanálisis, y que se expresa en forma de una doctrina calificada de “difícil”, está en vías de perderse definitivamente para el gran público, no tanto por la innegable oscuridad de su pensamiento como por la creciente sacralización que rodea los textos de Lacan y la jerigonza que oscurece sus puntos fuertes. Hablar de psicoanálisis con palabras cotidianas constituye todo un desafío cuando los “embrujados por el psicoanálisis”, como los llama el psicoanalista Serge Leclaire, viven en un mundo mágico y se expresan en un idioma que sólo ellos entienden. Del mismo modo que la guerra es algo demasiado serio para dejarlo en manos de militares, ¿no es el psicoanálisis algo demasiado importante para abandonarlo en manos de los psicoanalistas?
Ha llegado el momento de reaccionar. Algunas obras de las llamadas “divulgativas” (palabra que en ocasiones transmite cierto matiz condescendiente) han tratado de acercar a Lacan al gran público. Nosotros seguiremos la misma vía. Nos dirigiremos a los lectores situados más allá de las fronteras de la universidad y de los grupos de psicoanalistas y trataremos de presentar con sencillez algunos elementos básicos de la doctrina de Lacan, con el objetivo de que algunos de estos lectores se animen a acercarse a ella más directamente. Sin embargo, nuestra intención no es explicar la obra de Lacan (tarea colosal: los comentaristas le dedicarán esfuerzos durante una o dos generaciones como mínimo) y tampoco recorrerla en su totalidad.
Después de una breve introducción a Lacan, presentamos algunos “personajes” tomados de su obra, esbozando sus retratos en forma de instantánea. En Lacan encontramos figuras muy pintorescas (el loco, la histérica, el héroe, el místico, el santo, el parásito, el rico...) y procedentes de universos muy distintos: el del psicoanálisis, por supuesto, pero también el de la cultura, la historia o la vida cotidiana. Y ya que estamos haciendo un inventario al estilo de Prévert, citemos también a Don Juan, Antígona, la madre... Algunos de estos personajes tienen una aparición breve, pero otros interpretan un papel más sustancial y llegan a actuar en los bises, imponiendo su presencia de forma duradera.
Este carnaval de personajes, sin embargo, es demasiado abigarrado para que nos lo tomemos en serio: de hecho, el objetivo primordial de nuestras “mitologías lacanianas” es divertir. El lenguaje empleado en estas viñetas ha dejado la jerigonza en el guardarropa y pretende ser tan claro y exento de afectación como sea posible, y los conceptos lacanianos se reformulan y explican a la luz de la sociedad actual, con un humor voluntariamente ligero. Recurriendo a un estilo directo que contrasta con el tono habitualmente solemne de la literatura analítica, se plantean varias cuestiones esenciales para el hombre o la mujer que se tumban en el diván, pero también para el propio psicoanálisis. Algunas de las más cruciales son las siguientes: ¿Qué es un analista? ¿Qué se puede esperar de una cura analítica? ¿Por qué no hay relación sexual? ¿Por qué todos somos enfermos? ¿Qué es ser una mujer? ¿Qué significa cumplir el propio deseo?
Intentaremos explicarlo con gracia, porque, como dice el propio Lacan: “Cuanto más divertido es un psicoanálisis, más auténtico es”. Y ya que citamos los escritos, precisemos que al final el lector encontrará una lista de fuentes bibliográficas relacionadas con el tema o los temas considerados, sin pretensión de exhaustividad.
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Corinne Maier / Preocuparse es divertido.
Traductora: Zoraida de Torres Burgos.

martes, agosto 30, 2005

JACQUES LACAN, EL INCLASIFICABLE


Jacques Lacan (1901-1981), genio para unos e impostor para otros, es ante todo un estilo que ha pasado a la leyenda: un hombre extravagante, un poco dandi, coleccionista, aficionado a la ropa original, los coches bonitos y, según dicen, a las mujeres. Lacan era un tipo curioso, y su trayectoria es igual que él: no puede considerarse sólo psicoanalista ya que también fue algo filósofo (por eso en ocasiones ha sido calificado de “pensador”); no es realmente un escritor puesto que publicó poco y tarde (los Escritos aparecieron en 1966), y tampoco puede considerarse un maestro ya que su enseñanza nunca dejó de moverse, transformarse y evolucionar.
Jacques Marie Émile Lacan, nacido en 1901 en una familia de comerciantes, procedía de la burguesía de provincias. Fue el mayor de cuatro hermanos y algunos lo han descrito como un niño “caprichoso y tiránico” y como un adolescente arrogante, “incapaz de organizar su tiempo y de comportarse como los demás”. Lo mismo se ha dicho de Charles de Gaulle, otro ilustre francés perteneciente a un ámbito muy distinto: tal vez lo que sucede es que, en una misma época, las hagiografías se escriben con palabras similares.
Un padre fabricante de vinagre, una educación tradicional y católica: se podría haber temido lo peor. Pero como lo peor nunca está asegurado, el joven Lacan se interesa por la cultura. Descubre a Spinoza a la edad de 14 años y de adolescente frecuenta la librería de Adrienne Monnier en la Rue de l’Odeón, donde conoce a Breton y a Soupault y asiste a las lecturas que hace James Joyce del Ulises (sin duda, una experiencia inaudita). Colabora con la revista Minotaure en la misma época que Salvador Dalí y se apasiona por Nietzsche mientras cursa estudios de medicina. Más tarde se especializa en psiquiatría y se forma con Clérambault, un médico un poco raro que estaba fascinado por las mujeres con velo y se dedicaba a fotografiarlas. Además, Lacan se interesa por los debates filosóficos de su tiempo y trata a Kojève y Koyré, dos intelectuales de origen ruso que lo inician en la lectura de Hegel y en la filosofía de la ciencia. Material de primera: en Francia abundan las mentes brillantes, aunque a menudo no sepamos qué hacer con ellas. Kojève, gran comentarista de Hegel, se dedicará en la segunda mitad de su vida a construir Europa desde su puesto de burócrata de lujo (es lo que se conoce como funcionario internacional).
Con Jacques Lacan tampoco sabremos muy bien qué hacer ni dónde meterlo. Pero de momento, aún es un desconocido para sus contemporáneos. En la década de 1930, Lacan sigue un análisis de seis años de duración con Rudolf Loewenstein, analista que más adelante declarará que Lacan era “inanalizable”. ¿Qué quiso decir con eso? Misterio. Lo cierto es que Lacan, el inanalizable, se hará analista e ingresará en la Sociedad Psicoanalítica de París. Lacan se incorpora a la escena del psicoanálisis internacional durante el congreso de Marienbad, donde presenta su famoso texto sobre el estadio del espejo. Al parecer, donde más había aprendido Lacan no era en el diván ni en compañía de sus colegas sino con una de sus enfermas, “Aimée”. Esta fascinante paranoica, cuyo rigor Lacan admiraba, constituye el tema de su tesis de medicina: De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad. Lacan adora a los locos y desarrolla una innovadora reflexión sobre psicosis. Por lo demás, ya lo dijo el diario Libération al titular de este modo la noticia de la muerte del psicoanalista en 1981: “Tout fou Lacan”.*
Lacan empieza a dar que hablar después de la guerra. Promete un “retorno” a Freud (1856-1939), aunque su relación con el padre fundador tiene las características de un encuentro fallido: en 1932, Lacan le envía su tesis de psquiatría sobre la psicosis y Freud acusa recibo con una simple tarjeta; en 1938, el vienés se entrevista en París con algunos psicoanalistas franceses, pero Lacan no forma parte de los invitados. Sin embargo, no será fallido el encuentro con el propio texto de Freud, que Lacan leerá incansablemente y que tratará de transformar en un “jardín a la francesa”. Convertir un pastel vienés en un croissant, con todo lo que este puede tener de aéreo y estructurado: esta es su ambición. Por esa época arrasa en Francia el estructuralismo, corriente que trata de encuadrar la realidad dentro de categorías lógicas, y Lacan también se ve afectado por el virus. Para interpretar el inconsciente descubierto por Freud, Lacan lo relaciona con el lenguaje, que según él es precondición del mismo. Trata de dotar de leyes al inconsciente: serán leyes del lenguaje, es decir, las de la metáfora y la metonimia, las que indiquen cómo se genera el sentido, cómo adopta un movimiento de huida y evasión o cómo se detiene en ese movimiento. En la misma época en que Lacan intenta acercar el psicoanálisis a la lingüística, el antropólogo Claude Lévi-Strauss se empeña en combinar antropología y lingüística; parece que el siglo XX es fecundo en mezclas.
Las originales enseñanzas de Lacan se hacen cada vez más populares entre los analistas jóvenes. El seminario comienza al principio de la década de 1950; por entonces se lleva a cabo de forma artesanal, en el propio domicilio de Lacan, quien se dedica a comentar los textos freudianos ante una veintena de analistas en formación. Más adelante el proyecto adquirirá amplitud y Lacan pasará a impartir su enseñanza en Sainte-Anne y posteriormente en la Escuela Normal Superior, dos instituciones de las que se verá expulsado antes de encontrar refugio en la Facultad de Derecho. En esa época, Lacan interpreta un one man show que se pone de moda entre la buena sociedad parisina: hasta la cantante Dalida se asoma un día por sus clases, lo cual hay que reconocer que es el mundo al revés. Y es que el doctor Lacan es un orador de una intensidad excepcional. Sin embargo, aunque cada vez tiene más éxito de público, no termina de hacerse un hueco en los espacios más codiciados por la intelligentsia francesa: no obtiene ninguna cátedra universitaria (aunque promueve la creación de un departamento de psicoanálisis en la Universidad de Vincennes) ni es elegido miembro del Colegio de Francia. Lacan revoluciona el psicoanálisis como outsider del pensamiento. No debemos sorprendernos: las revoluciones las inician siempre los marginados.
Si “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”, según la conocida fórmula de Lacan, veamos cómo repercute eso en la sesión analítica: el análisis, mediante un juego con el tiempo, tiene que servir para abrir y precipitar el lenguaje del paciente. Lacan introduce las sesiones de duración variable, una controvertida innovación que aún hoy mantiene divididos a los psicoanalistas. En su momento esta propuesta fue muy mal recibida en la Sociedad Psicoanalítica de París, donde la duración de las sesiones era un dogma sacrosanto. La negativa de Lacan a trabajar del mismo modo que los demás le granjea bastantes enemistades; en 1964, tras una serie de rupturas, funda la Escuela Freudiana de París, que se sitúa al margen de la todopoderosa Asociación Internacional de Psicoanálisis, de la que Lacan había sido excluido. En 1981 crea la Escuela de la Causa Freudiana. En resumen, Lacan, movido quizá por el deseo de ser una víctima, la piedra desechada de un orden del mundo que él rechaza, es un hereje: y desde esta posición de excepción funda sus instituciones psicoanalíticas (no ofendemos al maestro si apuntamos que durarán bastante menos que la Iglesia Católica fundada por Cristo). Actualmente es el laconismo, y sólo él, el que mantiene dividido en dos polos el campo psicoanalítico francés: los no lacanianos por un lado (llamados a veces “freudianos ortodoxos”) y los lacanianos por el otro.
Lo que intenta Lacan, con éxito, es introducir la subversión y el desorden en el seno de un mundillo psicoanalítico un poco demasiado tranquilo para su gusto. A su manera, Lacan fue un héroe del psicoanálisis. Un héroe de un tipo menos burgués que Freud, gracias a su inimitable estilo: inimitable pero muy copiado, y a menudo muy mal. “El estilo es el hombre mismo”: Lacan tomó esta frase del escritor Buffon, que no era ningún bufón sino un fabuloso escritor. Es cierto que Lacan fue un luchador, un rebelde, pero tampoco hay que cargar las tintas. Hagamos más bien un retrato puntillista partiendo de testimonios leídos aquí y allá: seductor (a pesar de sus grandes orejas); falsamente descuidado; dotado de una inteligencia supremamente rápida; extravagante; conquistador; inadaptado a la normalidad; soberanamente despreciativo frente a la estupidez cotidiana; incapaz de someterse a la autoridad; intratable y arrogante; sediento de celebridad; apolítico de tendencia conservadora. En resumen: un hombre rotundamente barroco, inclasificable, alborotador y conflictivo.
El nombre de Lacan, aparte de terminar imponiéndose en el psicoanálisis, se hizo un hueco en el panorama intelectual francés del siglo XX. Jacques Lacan dialogó con diversos pensadores que fueron también amigos suyos: Bataille, Sastre, Merleau-Ponty, Camus, Lévi-Strauss o Jakobson. Mantuvo hasta el fin de sus días una curiosidad insaciable, abierta a los campos más diversos de la cultura. En sus textos cita a Aristóteles, Wittgenstein, Kant, Spinoza, Frege, Cantor...Lacan animaba a sus alumnos a interesarse por la antropología, la lingüística, la filosofía, el arte o las ciencias exactas. Y recíprocamente, su enseñanza contamina numerosos campos del saber.
Nuestra imagen preferida del doctor Lacan no es la del maestro adulado por sus cortesanos sino la del hombre ya anciano que, teniendo a sus espaldas una obra considerable, despliega su pensamiento de una forma inédita con ayuda de la topología. ¿No es esta tentativa sin precedentes de materializar el inconsciente una magnífica muestra de valor y de audacia? Para el anciano que se dedicaba a hacer nudos con cordeles, lo importante era poner de nuevo las cartas sobre la mesa, buscar, abrir infatigablemente caminos nuevos. Algunos han descrito a un Lacan cansado que, al final de la década de 1970, pasaba largos ratos en silencio, inmóvil delante de los nudos borromeos que dibujaba con dificultad en la pizarra. Pese a la cercanía de la muerte, estaba librando un último asalto contra sus enigmas.
¿Qué sigue en vigor de las enseñanzas de Lacan? Muchas cosas, estrechamente interrelacionadas: unos comentarios magníficos, casi siempre divertidos, sobre libros o cuadros famosos, que los vuelven cercanos y vivos a la vez; los elementos denominados “clínicos” (que pretenden ser de utilidad para los psicoanalistas); y una multitud de conceptos en eterno movimiento, continuamente redefinidos y reelaborados, como si Lacan hubiera querido emborronar las pistas. Su obra está escrita en un lenguaje complejo, retorcido y algo preciosista, impregnado de numerosas influencias, que imita quizá las ondulaciones del inconsciente. Los Escritos del maestro son un libro de difícil acceso para los no iniciados, pero seguramente su dificultad es deliberada, porque descifrar el inconsciente es también una tares ardua. Cuesta abordarlo y, sobre todo, cuesta no apresurarse a creer que se ha entendido. Los Escritos de Lacan, que algunos llaman maliciosamente “écrans de l’acquis”,** son cualquier cosa menos un manual que tengamos que empollar para convertirnos en expertos y tener derecho a creernos listos. De hecho, esta obra pretende ser un escudo contra la estupidez del personaje ilustre embobado por su propia fama, un antídoto contra la figura del psicoanalista-que-lo-ha-entendido-todo. Está para recordarnos que comprender exige un esfuerzo, es una tentativa que hay que reemprender constantemente.
No existe un “manual de instrucciones para Lacan”. Su obra, por su carácter abierto, no puede reducirse a fórmulas preestablecidas: para leerla, más que involucrar parte de uno mismo, tiene que involucrarse uno mismo por completo. Darle sentido consiste básicamente en añadirle lo que uno es. Y, en este caso como en todos, lo que se recompensa es más el intento sincero que el esfuerzo laborioso. Solos o acompañados, *** adentrémonos en sus enseñanzas: de este modo conseguiremos que Lacan viva para y con cada uno de nosotros, sus lectores. Para cerrar esta introducción usaremos la forma del retruécano, tan del gusto de Lacan: “Cuando hayamos leído y releído a Jacques Lacan, que no es lacónico ni canónico y cuyo pensamiento forma una lacería inextricable y opaca que puede recorrerse en todos los sentidos pese a caer en lagunas que son las nuestras, aunque entremos en jaque cansados de la canción, entenderemos que todo carece de jactancia”.


* El titular establece un juego entre “tout fou Lacan” (chalado Lacan) y “tout fout le camp”, que suena de forma similar y significa “todo se acaba, todo se larga”. (N. de la t.)

** “Écrans de l’acquis” (“pantallas de lo adquirido”) suena de forma muy similar a “Écrits de Lacan” (“escritos de Lacan”). (N. de la t.)

*** Lo habitual en las instituciones analíticas es leer a Lacan en grupos de cuatro personas (lo que se conoce como “cartel”). Esta es la práctica que recomendaba el propio Lacan. Ahora bien, ¿tiene derecho un autor a decidir la forma en que será leído después de su muerte? Uno, dos, cuatro o diez: igual que sucede en el ámbito de la sexualidad, ¿no es cada uno el mejor juez a la hora de elegir la cifra?
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Corinne Maier / Introducción de Preocuparse es divertido.
Traductora: Zoraida de Torres Burgos.

lunes, agosto 29, 2005

(I) PSICOANÁLISIS "NOW"

¿EL PSICOANALISTA COBRA POR NO HACER NADA?
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“!Viva el psicoanálisis, porque si no existiera, no habría psicoanalistas!”; podría exclamar un ingenuo. El psicoanálisis es centenario: como todo el mundo sabe, lo inventó Freud. Y fue un invento fecundo, ya que según las cifras cada vez hay más psicoanalistas, tantos que quizás algún día habrá más que pacientes. Hoy por hoy, poca gente contempla alborozada la idea de pasarse años en un diván: pero todo el mundo quiere encontrarse bien, ser feliz y alcanzar resultados inmediatos. La lógica de la “rentabilidad” que impregna el mundo moderno ha afectado también al psicoanálisis, del que es imposible decir si sobrevivirá a la Viagra y al Prozac, medicamentos que, como es bien sabido, garantizan erecciones y alegrías a gusto del consumidor.
¿Qué es un psicoanalista? Probablemente, una de las cosas del mundo más difíciles de definir. “El psicoanálisis es la cura que se espera de un psicoanalista”, declaró Lacan recurriendo a una pirueta; es decir, es la pescadilla que se muerde la cola. Los grupos de psicoanalistas han encontrado la respuesta: psicoanalista es aquel que forma parte de su cenáculo; tampoco resuelven demasiado con eso. Lo que está claro es que la finalidad de la enseñanza de Lacan, tal como él mismo la concebía, es que haya psicoanalistas. ¿Y los hay? En realidad, podría decirse que el psicoanálisis es algo tan grandioso que muy pocos psicoanalistas están a su altura... pero ¿no ocurre lo mismo con la mayoría de las profesiones?
No sabemos muy bien qué es un analista, pero sí sabemos lo que no es: ser psicoanalista es sobre todo no ser... todo lo demás: filósofo, intelectual, artista... Un bonito atributo en negativo, difícil de sobrellevar en ocasiones. Imagínese el lector llegando a una reunión mundana y soltando a bocajarro que es psicoanalista: verá cómo no queda muy serio. Se podría decir que el analista al que Lacan destinaba sus enseñanzas no sirve para nada, ya que no es educador ni consejero. No toma las decisiones fundamentales de la vida en lugar de uno; no nos sitúa en el camino recto de la supuesta realidad. No es la panacea moderna para cualquier conflicto, sea en la familia, en la empresa o en la sociedad.
Ahora bien, el psicoanalista tiene una misión, y una de las más elevadas, además: según Lacan, el psicoanalista está sencillamente al servicio del deseo. El analista ocupa la posición de causa del deseo, puesto que el analizante sueña y habla para él. Para ello, el propio psicoanalista debe haber seguido previamente un análisis. Como se ha pasado una buena temporada en el diván, conoce su propio deseo y, sobre todo, no se cree alguien: ni en el sentido ordinario, el de creerse una persona importante, ni en el de creerse una entidad única. Como el análisis funciona de forma similar a la limpieza al vacío, se supone que el analista, tal como lo concibe Lacan, se deja engañar menos que el neurótico corriente por los fenómenos imaginarios y se comporta de manera pacífica con sus colegas analistas. Pero todo esto queda en un plano muy teórico si pensamos en cómo funcionan realmente las cosas en la comunidad analítica, donde las rivalidades, los ajustes de cuentas y las expulsiones son moneda corriente. (Paréntesis: ¿no será que el legado de Lacan resulta una carga demasiado pesada para sus herederos?)
Se supone que el psicoanalista se conoce a sí mismo, pero ¿qué es lo que quiere? No debe querer curar, al contrario que el médico, ni debe querer el “bien” del paciente (el analizante), puesto que el psicoanálisis no es una filosofía ni una concepción del mundo. Tampoco trata de “normalizar” al analizante: al fin y al cabo, vivimos en una sociedad tan delirante, que ser “normal” no es otra cosa que delirar con los demás. El deseo del psicoanalista es complejo: según Lacan, busca “la diferencia absoluta”, es decir, aquello que hay en cada uno de más particular, más personal, mas singular. Más allá de los oropeles de la denominada “personalidad”, de eso que hemos convenido en llamar el “carácter”, cada uno de nosotros es simplemente eso, se reduce a esta diferencia, siempre muy tenue, pero que constituye el emblema del ser.
¿Cómo procede el analista? Prestando oído, pero no demasiado, según el principio de la atención flotante postulado por Freud. Y ¿a qué presta oído? El psicoanalista no escucha tanto las palabras como los significantes (por el momento, definiremos el significante como una palabra de la que hemos desgajado el significado; para más información, véase el capítulo “¿Qué hacemos con las palabras y qué hacen las palabras con nosotros?”). Lacan destaca el carácter primordial de los significantes: son ellos los que nos gobiernan. El psicoanalista interpreta, es decir, disocia; no descifra el sentido de lo que cuenta el analizante, no descubre ninguna significación última, sino que abre el discurso de quien habla, vertiendo y pervirtiendo sus palabras. El objetivo es sacar a la persona del discurso preestablecido en el que se pierde, en el que no reconoce la figura de su deseo.
UNA MÁXIMA para concluir nuestra viñeta sobre el analista: Si el lema del comunismo es “a cada uno según su capacidad”, el del psicoanálisis lacaniano podría ser “a cada uno según su diferencia”. Lo que uno obtiene de la vida no es más que el reflejo, la consecuencia, de lo que es, de la singularidad de su deseo. Este es el único tipo de “justicia social” que promueve el psicoanálisis y, aunque sea un poco peculiar, no por ello es menos audaz.
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EL ANALIZANTE: LA PERSONA QUE SE TUMBA EN EL DIVÁN
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La persona que inicia un análisis lo pasa mal, deja de saber por qué se levanta cada mañana ni hacia dónde se dirige en la vida. Sin embargo, a veces, este hombre o esta mujer “lo tiene todo para ser feliz”, como suelen repetirle sus allegados: en efecto, tiene “una excelente formación” y “una experiencia valorizada en el mercado de trabajo”, por usar fórmulas de uso habitual en revistas para ejecutivos, lectura que se recomienda evitar en momentos de bajón. Sin embargo, quien contrae este sufrimiento existencial ya no se conforma con la perspectiva de pasarse toda la vida trabajando para pagar las letras de una casa en la zona oeste de París (muy apreciada por la clase media) y la pensión de alimentos. Este es el motivo de que algunas personas acudan a la consulta; si no fuera así, dedicarían su tiempo y su dinero a otras cosas: no olvidemos que un análisis proseguido hasta el final sale bastante caro, del orden de varias decenas de miles de euros como poco (¡es que hablar está por las nubes!).
Esta persona, pues, decide tumbarse en un diván. Una vez allí empieza a decir lo que se le pasa por la cabeza, habla de cualquier cosa, pues esa es la única regla del juego. ¡Analizarse es divagar! La verdad surge a través de los sueños que relata el analizante o de los lapsus que comete: “Nuestros actos fallidos son actos logrados, y las palabras que fracasan son palabras que revelan”, dice Lacan. A fuerza de liarse y decir tonterías, la persona que trabaja en el diván termina diciéndolas de otro modo. Y al cabo de los años, el analizante, que podría ser el propio lector, consigue organizar su relato de forma coherente, reescribir su pasado y comprender la lógica que lo mueve en la vida.
Llegado este momento, uno sabe por fin lo que dice, deja de engañarse con las ilusiones de las que estaba preso. Dicho de otro modo: al principio del análisis uno habla con las palabras de otros, y al final habla con su propio idioma. Puede decir “yo”, sostener un discurso en primera persona. Ha logrado atravesar los significados preestablecidos que lo constituían y en los que creía a pies juntillas (en la jerga psicoanalítica, esta operación se conoce como “atravesar el fantasma”). Aparte de eso, se ha curado.
Para Lacan, ¿qué significa estar curado? En primer lugar, uno ya no sufre con sus inhibiciones, sus angustias (la angustia es ser objeto del deseo de Otro en el que uno no logra descubrir lo que uno mismo quiere). Además de eso, renuncia a renunciar: cuando tiene ganas de algo va en su busca, porque vuelve a ser capaz de utilizar sus potencialidades. Por último, ha domesticado su síntoma (definido a la vez como sufrimiento, goce y verdad sobre uno mismo), que era una forma de disidencia. Ha asumido su síntoma, sabe qué hacer con él e incluso puede convertirlo en bandera (Lacan hablaba de “identificarse con el síntoma”). Al principio, el analizante dice al analista: “Tengo un síntoma que me molesta: líbrame de él”, pero al final precisa: “Yo soy el síntoma”. Su síntoma particular, porque todo el mundo tiene uno, deja de ser una carga. Ha pasado a ser parte de uno mismo, sobre todo si ha cambiado de naturaleza.
Pero el síntoma no se queda ahí, ya que, ¡oh, paradoja!, tiene que contribuir a la satisfacción de todos. Lo particular se incorpora a lo universal. Veamos un ejemplo tomado del mundo del arte: el artista norteamericano Christo se dedica a envolver todo lo que encuentra, puentes, árboles, monumentos... y de este modo envuelve al público en una ola de admiración. Gracias a su curiosa manía, Christo armoniza con los gustos de su época. Pues bien, sucede lo mismo con la persona analizada: lo que hay en ella de más singular encuentra un eco en el mundo en el que vive. Porque el deseo, por personal que sea, es un deseo de universalidad desde el momento en que se ubica en el lenguaje: el deseo es deseo de reconocimiento.
Cuando uno por fin se ha reconciliado, comprende asombrado que la persona a la que había confiado las claves de su ser (nos referimos a su analista) no era distinta al resto de los mortales. De hecho, es uno mismo el que ha pronunciado la palabra que lo ha liberado de sus males. Darse cuenta de eso supone un desengaño y a la vez un alivio, porque uno comprende que, al contrario de lo que había pensado, aquel hombre (o aquella mujer) no era alguien sobrehumano. Sin embargo, es gracias al analista como el analizante ha llegado a saber lo que realmente vale la pena en la vida: lo que vale la pena para él en particular, no para los demás, ya que a partir de ese momento, “el sentido de la vida”, en general, pasa a ser una fórmula hueca. Uno experimenta una verdadera transformación y puede llegar a divorciarse, cambiar de trabajo, etc. Y dedica el resto de sus días a hacer lo que más le gusta... o bien a psicoanalizar a los demás. Las malas lenguas aseguran que un psicoanálisis realmente concluido conduce a la primera opción y que la segunda, a falta de algo mejor, queda para los que tienen que seguir esforzándose...
Ahora bien, ¿es feliz la persona cuando llega a este punto? ¡qué va! La felicidad, esa “idea nueva en Europa”, según el revolucionario Saint-Just, es una ilusión en la que sólo creen los lectores de las novelas policíacas de Mary Higgins Clark.* Está claro que no hay “solución” al asunto de la vida, sometida como está al carácter ineludible de la muerte y a la incontrolable realidad del deseo. La felicidad que nos espera al otro extremo del túnel del análisis, si es que existe, es una felicidad inquietante, ya que es precisamente al final del análisis cuando uno tiene que ponerse a trabajar en serio, puesto que por fin sabe hacia dónde se dirige.
MORALEJA: Según Lacan, si bien algún caso podría tener solución antes del análisis, al final de un análisis llevado hasta su término el analizado se ha vuelto definitivamente incurable. Ahora bien, como el inconsciente continúa funcionando, el final del análisis no puede ser una conclusión; en realidad no es más que un nuevo comienzo. Por eso hay quien consume una “segunda ración" de análisis, o incluso una tercera... ¡Buen provecho!

*En las historias de Mary Higgins Clark, la felicidad empieza generalmente cuando termina el libro. Lo que el lector puede presentir le basta en gran medida para satisfacer su curiosidad: matrimonio, hijos y éxito social son de rigor.
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¿SE ALIMENTA EL HOMBRE DE LOS SESOS FRESCOS DE LAS IDEAS DE LOS DEMÁS?
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Hablando de raciones, algunos se dedican a comer cosas que desde la crisis de las vacas se consideran poco apetitosas. Hay quien se atreve a comer cerebro, como demuestra la historia del “hombre de los sesos frescos”. No, no es una película gore. Nos referimos a un hombre convencido de robar las ideas de los demás y a quien le encanta comer sesos: ¿cómo se le puede pasar algo así por la cabeza? Lacan comenta un caso del psiquiatra norteamericano Ernst Kris, centrándose básicamente en una escena que proporciona algunos elementos muy útiles para entender el significado de la palabra psicoanalizar.
El hombre de los sesos frescos es un joven científico que ocupa un puesto académico pero que tiene grandes dificultades para escribir y publicar artículos porque siempre tiene la impresión de robar las ideas a los otros. Lo atormenta la posibilidad de ser un plagiario: cuando por fin consigue escribir algo, llega a la conclusión de que todo figura ya en algún libro existente. (PARÉNTESIS: En el mundillo editorial, donde abundan las demandas por plagio porque todo el mundo piensa que los ladrones de ideas son los demás, sería muy difícil que se diera un caso como este.) Para nuestro hombre, las cosas sólo tienen valor si pertenecen a otra persona. Y Kris, su psicoanalista, investiga, lo interroga convenientemente y llega a la conclusión de que las ideas de su paciente, al contrario de lo que este cree, son originales.
¿Cuál es la explicación que da el doctor Kris a su testarudo paciente? Le dice que no es un plagiario. ¿Y qué responde el hombre? Que todos los días, al salir de la consulta de su analista, entra a toda prisa en un restaurante y pide su plato preferido: sesos frescos. Según Lacan, es como el hombre dijera a su analista: “!Me importa un pepino lo que me digas, amigo!”. ¿Qué debería haber hecho Kris? Lacan sugiere que el psicoanalista, en lugar de entrar en la discusión de si el plagiario es uno o es el otro, debería haber salvado el lugar del deseo estrujándose la mollera para nombrar la falta, el Nada. Al no actuar así, lo que consigue es que su paciente corra a comer sesos en un acting out, un acto impulsivo destinado a decir algo a alguien, pero que no es comprendido por quien lo comete.
A partir de esta historia, el doctor Lacan saca una conclusión referida a la cuestión del deseo: el hombre de los sesos frescos da a entender al analista que “ser un plagiario” no tiene nada que ver con la realidad. De hecho, el problema no está en que el hombre no robe “nada”, sino en que roba “el Nada”. El hombre se aferra al Nada como el anoréxico que, cuando no come “nada”, de todos modos se atiborra de algo: de la propia palabra nada. ¿Hay algo más sabroso que la ausencia? Para Lacan, el deseo es deseo de deseo y se opone a la satisfacción: gozar o desear, hay que escoger.
CONCLUSIÓN: En el caso del hombre de los sesos frescos, el que demuestra tener poca sesera es el analista, porque interpreta literalmente lo que le cuenta el paciente cuando debería haberlo entendido de otro modo. Para Lacan, psicoanalizar es nombrar el lugar del deseo, que por definición siempre está más allá, en otro lugar.
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Corinne Maier / Capítulo I de Preocuparse es divertido.
Traductora: Zoraida de Torres Burgos.

domingo, agosto 28, 2005

(II) ¿QUÉ ES EL AMOR?


ALCIBÍADES, "EL HOMBRE DE DESEO" QUE AMA EL SABER
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Hablemos de amor, asunto que interesa a todo el mundo y que nos afecta tanto más cuanto no deja de decepcionarnos. La vedette de esta sección será Alcibíades, quien, no contento con ser guapo e inteligente, es cínico, ambicioso y rompecorazones. Este hombre de múltiples cualidades estaba destinado a regir la vida política de Atenas en el siglo V antes de nuestra era, pero prefirió convertirse en el yoyó de la ciudad: se exilió, fue condenado a muerte, reclamado de nuevo y vuelto a expulsar. Alcibíades es un provocador que desempeña un papel político ambiguo, pero eso no le impide gustar, y gustar mucho. Es alguien verdaderamente subversivo.
Alcibíades es uno de los personajes centrales del Banquete de Platón; en este texto, uno de los más citados de nuestra cultura, los participantes hablan de amor, y únicamente de amor. Lacan desempolva la obra para devolverle su frescura, y hay que reconocer que sobresale en el empeño. El Banquete, nos dice, no es lo que la gente vana cree, sino que es un texto entreverado de una peculiar literatura que hasta no hace mucho circulaba de tapadillo. El sexo preocupa bastante a los comensales de esta cena temática donde se reúnen unos cuantos caballeros que se dedican a beber como cosacos y que en lugar de ponerse a entonar canciones regionales terminan pronunciando un discursito. En Grecia, este tipo de reuniones era una simpática tradición entre amigos. En medio de la velada irrumpe Alcibíades, totalmente borracho. ¿Y qué se cuenta? Según Lacan, Alcibíades relata sus vanos intentos de seducir a Sócrates, labor en la que no se puede negar que se empleó a fondo. Lo curioso, según nuestro psicoanalista, es que esta confesión pública de un invertido nos ha sido transmitida a lo largo de los siglos a través de clérigos: ¿ingenuos o cómplices? No se sabe; pero las recientes noticias que han sacado a la luz el amor demasiado intenso de ciertos eclesiásticos hacia las tiernas almas encomendadas a su cuidado podrían hacer que la balanza se inclinara por la segunda hipótesis.
Estamos en pleno melodrama: Alcibíades explica su vida porque lo está pasando mal, y aprovecha para montarle una escenita a Sócrates. El chico está al tanto del interés que Sócrates profesa desde hace tiempo a su sex-appeal, porque ¿quién puede resistirse al bello Alcibíades? Pero quiere más, quiere una señal del deseo de Sócrates, una prueba. Y Sócrates se niega; por decirlo claramente, se niega a enseñarle el sexo. ¿Por qué? Lacan explica que no es que Alcibíades no le guste, al contrario; lo que pasa es que Sócrates sabe que el amor es una ilusión y que el deseo de Alcibíades se dirige a algo que está más allá de él.
¿Qué es el amor? Los convidados al banquete, a los que Lacan, no sin humor, califica de “panda de locazas”, van tomando la palabra uno tras otro para definirlo. Nos referimos al amor entre varones, que los griegos de buena familia practicaban sin problemas porque era de buen tono. Esto no significa que se olvidaran de la mujer, pero el objeto de amor idealizado era el hombre, el muchacho. Hay que reconocer que en aquella época, como añade Lacan con un guiño, los chicos no estaban embrutecidos por la escuela pública, gratuita y obligatoria. Eran los buenos tiempos y los jóvenes eran hermosos. Pero hay una cosa que no ha cambiado desde entonces: en el amor hay algo que no encaja, y eso precisamente es lo que interesa al psicoanalista. El amante (sea cual sea su sexo) tiene algo que le falta, pero no se sabe qué es; y el amado no está en mejor situación, porque posee algo oculto que seduce al otro pero tampoco sabe qué es. Ese algo oculto es un agalma, un objeto valioso, disimulado dentro de un envoltorio: el objeto del deseo. Cuando el amor es recíproco, cada uno de los protagonistas es a la vez amado y amante y la disimetría es doble. “Lo que a uno le falta no es lo que hay oculto dentro del otro”, declara Lacan. Huy, huy, huy! Parece que el amor es algo tan complicado como el cubo de Rubik, ese objeto de culto de los años ochenta: nos pasábamos horas manipulándolo hasta llegar a la conclusión de que la mayoría de los jugadores eran incapaces de devolver las diferentes casillas a su posición de partida.
Y es que la cosa no puede funcionar de ninguna manera, porque dos personas que se aman no son las dos mitades de una naranja predestinadas a reconstruir su unidad. Un hombre y una mujer nunca suman uno, advierte Lacan. El amor es cojo por naturaleza. Si pudiéramos imaginar el amor como un ser fuerte, editoriales de novela rosa como Arlequín se verían abocadas a la bancarrota. Tampoco esperemos que el psicoanálisis nos proporcione un remedio, ya que su objetivo no es conseguir que la persona tumbada en el diván recupere su supuesta capacidad para la afinidad instantánea, el absurdo amor al otro por sí mismo, que es algo que no existe. El psicoanálisis es un proceso de desencantamiento y no un apaño para salvar a la pareja, que por lo tanto no tiene más remedio que aguantar como buenamente pueda, es decir, mal. Más en general: el objetivo de la experiencia analítica es arruinar la felicidad, ya que el analizante, cuando tiene unos cuantos años de diván a cuestas, empieza a albergar dudas en lo que respecta al amor.
CONCLUSIÓN DE ESTE DIFÍCIL CAPÍTULO: Creer que uno es amado por sí mismo, por lo que es, es una ilusión. Si estamos de acuerdo con Napoleón, para quien, “en cuestión de amor, lo valeroso es la huida”, ¿debemos concluir que cuando alguien se cree Napoleón lo hace para huir de su pareja.
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SÓCRATES EL ESCANDALOSO, EL PRIMERO EN APOSTAR POR LA TRANSFERENCIA
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Acabamos de conocer al bello Alcibíades, pero el personaje central de El Banquete de Platón es Sócrates. Así lo describe Lacan: Sócrates llega tarde al banquete porque se ha perdido por el camino; y siempre que se pierde, este hombre se para en seco y se queda un rato en un rincón, apoyándose en un solo pie. Esta noche se ha quedado plantado en el vestíbulo del vecino, entre el paragüero y el perchero. Pero este tipo tan raro, ¿Quién lo ha invitado?
En realidad, este chalado que aparece de no se sabe dónde se ha invitado a sí mismo. Pero no es un cualquiera, ni mucho menos. Es alguien que ha armado multitud de líos, hasta el punto de que a los atenienses no se les ha ocurrido nada mejor que condenarlo a muerte para librarse de él. Por lo visto, corrompía a la juventud. (Entre paréntesis: si el lector desea librarse de alguien, acúselo de pedófilo, ¡el método sigue funcionando!) Ahora bien, Sócrates no es famoso simplemente por su afición a los muchachos jóvenes; además de eso es el inventor de la ciencia, entendida como cierta coherencia del discurso.
Sigamos viendo a Lacan, que describe a Sócrates con extrema viveza. Sócrates sólo pensaba en hablar, y en hacer que los demás hablaran, sobre lo justo y lo injusto, lo par y lo impar, lo mortal y lo inmortal, lo caliente y lo frío... Una verdadera cotorra. Además, como creía en la inmortalidad, resulta que Sócrates continúa hablando en el más allá, o al menos así se imaginaba él la vida eterna. Evidentemente, como su única obsesión era hablar, no se interesaba por los demás, por sus contemporáneos. Se mantenía al margen, porque sabía que la clave del amor radica en no saber.
Entonces, ¿qué hace Sócrates en el banquete? Se escuda detrás de Agatón, joven frívolo y banal que forma parte de los invitados. “A quien tú deseas es a él, no a mí”, viene a decirle a Alcibíades, que continúa insistiendo. Sócrates se enfrenta a su pretendiente y le propone: “!Ocúpate de tu deseo!”. Según explica Lacan, con estas palabras, Sócrates propone a Alcibíades un camino que va del Otro (el propio Sócrates, aureolado por el saber que le atribuye Alcibíades) al otro (Agatón). Sócrates es pues la primera persona de la historia que apuesta por la transferencia.
La transferencia es una forma de amor: este es el tema que desarrolla Jacques Lacan. En cuanto una persona se dirige a otra, se produce una transferencia. Esto no sucede únicamente en el diván del psicoanalista: es algo que pasa a menudo, en todas partes. Hablar de uno mismo con alguien, de forma un poco seria y prolongada y presuponiendo un saber en el interlocutor, conduce automáticamente a enamorarse de esa persona. El psicoanalista debe saber que el amor de transferencia de la persona tumbada en el diván no se dirige a él sino a alguien o algo que no es él. Por lo tanto tiene que abstraerse, eludir cualquier suposición de ser objeto de deseo para el analizante, pues sabe que el deseo de este no le está destinado.
¿Adónde queremos llegar con todo esto? A la conclusión de que el psicoanalista, como el filósofo, tiene que negarse a ser amable, o a ponerse en el lugar del que es amado. Del mismo modo, el psicoanalista no cree saber algo: al contrario, encarna el vacío que hay en medio del saber. Pero el psicoanalista no deja de estar presente por el hecho de amar y de no saber. Está, y está de una forma que actualiza el enigma de lo que quiere, como le sucedía a Sócrates. Según Lacan, en este preciso momento el psicoanalista debe tender un espejo vacío al analizante, para que este aprenda a leer en él las figuras de su propio deseo.
UNA OBSERVACIÓN: Aunque El Banquete comentado por Jacques Lacan permite desmontar el mecanismo de la transferencia, no hay que concluir que todo analista sea un Sócrates. ¡Basta con ver la cara de algunos profesionales del inconsciente que acostumbran a salir por la tele! * Y tampoco quiere decir que Sócrates fuera el primer analista de la historia: la verdad es que tenía cosas mucho mejores que hacer.
CONCLUSIÓN: El psicoanalista tiene que borrarse a sí mismo. Es como si dispusiera de una máquina con que retocar la realidad a voluntad. Con la diferencia de que el psicoanalista usa la goma para borrarse a sí mismo...

*”Profesional del inconsciente”, evidentemente, es un oxímoron, esa figura de estilo que consiste en unir dos palabras que no tienen nada que ver. No se puede ser un “profesional del inconsciente”, porque el inconsciente, por definición, se nos escapa.
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"LA ESCUELA DE LAS MUJERES" (MOLIÈRE) O DEL LUGAR DE LA MUJER EN EL AMOR Y EN OTROS ÁMBITOS
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Salta a la vista que las penas de amor (¡las de los demás!) son un poco ridículas en sus excesos, sobre todo si pensamos en la persona, corriente al fin y al cabo, que las causa. Para Lacan, el aspecto cómico del amor se hace visible en La escuela de las mujeres de Molière. La obra trata de un vejestorio y de una niña, Inés, que el hombre se reserva para sus últimos años, cuando ella estará en la flor de la edad; el viejo manda que la eduquen al margen de cualquier contacto con los hombres y con las realidades del amor. Protegida por una campana. Hoy esta decisión nos resulta un poco extraña, porque todo el mundo se educa del mismo modo, en la escuela pública, que promueve unos ideales que a veces, reconozcámoslo, parecen un poco desfasados.
Permítasenos un pequeño paréntesis personal sobre la escuela: ¿Será una especie de resistencia a ese “para todos”, al mecanismo uniformizador de la educación generalizada, el motivo de que algunos psicoanalistas envíen a sus hijos a la escuela privada y elitista, que alardea de sus métodos educativos presuntamente innovadores? ¿O será que el psicoanalista, después de pasarse años en un diván, se ha acostumbrado a pagar mucho dinero sin tener siempre en cuenta lo que recibe a cambio de él?
Pero volvamos a nuestro vejestorio y a la mirada que Lacan proyecta sobre él. Construyéndose un objeto a su medida, el viejo hace un cálculo sobre el amor, o como mínimo lo intenta, ya que, evidentemente, no consigue controlarlo. Enseguida vemos que la que controla la situación es la muchacha, Inés, y que Arnolfo no podrá conseguirla. Es ilusorio pensar que podemos conocer los misterios del amor, pero muchos lo intentan a pesar de todo...siempre son hombres, claro. Las mujeres, deseosas de conservar el secreto de sus encantos, son mucho más prudentes.
Es verdad que el psicoanálisis proporciona cierto conocimiento sobre el amor, pero es un conocimiento parcial. Tiene que ver con dos elementos: en primer lugar, la pérdida del goce, porque para amar hay que renunciar a algo, lo que explica el arranque de Arnolfo en La escuela de las mujeres: “¿Tengo que mesarme los cabellos?”. Por otro lado, el psicoanálisis ayuda a conocer los requisitos del amor. Son distintos para cada persona, pero existen, ya que el amor exige ciertas afinidades inconscientes entre un hombre y una mujer: una mirada determinada, el matiz de una voz, una sonrisa enigmática, etc.
Pues sí, son este tipo de detalles los que explican que uno siempre termine con la misma clase de pareja. La acuciante cuestión que obsesiona a los enamorados: “Le gusto, pero ¿qué le gusta a él o a ella de mí?”, debería contestarse de esta manera: a él, o a ella, le gusta de ti una parte del cuerpo, como demuestra la metáfora bíblica de la costilla de Adán. Uno se fija en el otro para obtener su “plus de goce” particular. Según Lacan, el hombre y la mujer no se encuentran, y cada uno de ellos se limita a intentar apropiarse de una parte del cuerpo del otro. Nuestras historias de amor nos resultan incomprensibles porque van dejando un poso de detalles, y aún más incomprensibles nos resultan las de los demás, que a veces parecen ir contra todas las reglas del sentido común. Por ejemplo, ¿quién entiende por qué el príncipe Carlos prefirió siempre a la arrugada Camilla en lugar de a la joven y bonita Lady Di? Los requisitos del amor, tan cruciales, ocultan el hecho de que “no hay relación sexual”, frase lacaniana que es imprescindible repetir para dárselas de enterado y que explicamos más adelante.
Así pues, no hay manual de instrucciones para el amor. Aún así, es necesario que uno de los dos miembros de la pareja se adapte al otro, y esta tarea recae en la mujer. Lacan asegura que la mujer se acomoda a la fantasía masculina, y para encajar con ella debe hacer bastantes concesiones, desplegando una mascarada que le permita adaptarse al casting sugerido por su compañero. En la pareja mandan el hombre y su deseo, y la mujer debe hacer gala de una flexibilidad enorme para armonizar con el inconsciente de su compañero, lo cual le permite entenderse con hombres muy diversos. Según Lacan, la capacidad de adaptación de la mujer es “ilimitada”. Si aún no estamos convencidos, sólo necesitamos leer la biografía amorosa de Brigitte Bardot (la cuenta ella misma en sus Memorias), constelada de hombres muy distintos, para apreciar en toda su medida la plasticidad de la mujer.
¿Qué nos sugiere hoy en día esta teoría de Lacan? ¿Ha quedado desfasada? Si la mujer no puede escapar a la universalidad del fantasma masculino, ¿habrá que concluir que la liberación de la mujer no ha comportado ningún cambio? Si fuera así, se entendería que algunas feministas radicales militen contra la relación sexual: si los hombres no se acostaran con las mujeres, dejaría de haber problemas entre los sexos. Lo cierto es que sí se ha dado una cierta evolución en las costumbres, porque ahora las mujeres pueden cambiar regularmente de “director de fantasías masculino”, un lujo que nuestras abuelas difícilmente podían permitirse.
Guste o no guste a las mujeres, y lo utilicen o no para vivir como les plazca, lo que dice el doctor Lacan, inspirándose en Lévi-Strauss (el antropólogo, no el fabricante de vaqueros), es que las mujeres ocupan una posición de objeto. Es como si la mujer pasara del orden del padre al del marido; según Lacan, la mujer circula entre los árboles genealógicos. Y es que la familia es una institución patriarcal, cuya única utilidad es regular el intercambio de hembras: el hombre que toma una mujer a otra familia debe una hija a la siguiente generación.
Ahora bien, ¿debemos concluir que el psicoanálisis es misógino? Lo es, pero en un grado mucho menor que los círculos de la política o de la economía. El psicoanálisis, en el siglo XX, ha sido probablemente la profesión que más espacio ha reservado a las mujeres que la ejercen. Las mujeres han efectuado contribuciones importantísimas a la especialidad, como es el caso de Mèlanie Klein, Hélène Deutsch, Françoise Dolto y muchas otras. ¿Por qué? Tal vez porque la mujer ocupa una posición de objeto, sí, pero el psicoanalista ocupa esta misma posición en la cura, lo cual no tiene nada de vergonzoso porque su función consiste en encarnar un punto vacío para que lo utilice el analizante. ¿Será que el psicoanalista y la mujer libran un mismo combate? Sea como sea, hoy en día el psicoanálisis es una profesión bastante feminizada, hasta el punto de que Lacan, siempre tan cortés y amable, aseguraba que Freud había dejado el psicoanálisis “en manos de las mujeres, y quizá también en manos de los mentecatos”... Sin comentarios.
POR LO TANTO: El amor elimina el saber; cuando alguien ama, es porque no sabe. La divina Marlene Dietrich, siempre lúcida a pesar de excederse con el tabaco emboquillado, decía: “Amo a Francia con un amor que no puedo explicar del
todo, lo que demuestra que es un amor verdadero”.
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LA DAMA DEL AMOR CORTÉS
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Nada está escrito y nada se conoce de antemano en el amor. ¡Salvo que sea un amor no consumado, porque en ese caso sí sabe uno a qué atenerse! El amor cortés, que interesó mucho a Jacques Lacan, es un invento de los tiempos del feudalismo cristiano, cuando la homosexualidad ya estaba un poco pasada de moda. En esta forma de amor un tanto peculiar, la Dama es un ser idealizado, colocado en un pedestal, inalcanzable; es fría, inhumana y siempre dice no. Podemos imaginárnosla con el rostro de la Cruela de Vil de Los 101 dálmatas.
Según Lacan, ¿para qué sirve el amor cortés? El galán corteja a su Dama, pero no lo hace para “consumar” nada. En esta historia el sexo queda postergado sine die, pero no se trata solamente de un juego de seducción, pues el galán se consagra por entero al servicio de su elegida. Un comportamiento bastante enigmático, sobre todo para la humanidad del siglo XXI, acostumbrada a multiplicar las conquistas en las discotecas y a llenar el carrito en el hipermercado. Algunos observadores de la vida contemporánea aseguran que la castidad se está poniendo otra vez de moda (¿información o intoxicación informativa?), pero ¿no se deberá más al sida y a la hepatitis B que a consideraciones morales?
El amor cortés es un misterio para el psicoanálisis: no es un resultado de la moralidad, porque la historia demuestra que a la humanidad, la moral le importa un pepino. Lo máximo que se puede decir es que el amor casto resulta útil para sublimar: para escribir poemas, por ejemplo, porque la gente de la Edad Media tenía formas inteligentes de distraerse. También sirve para espabilar a los tíos, para que aprendan a dar pasitos de baile, porque si no, esos palurdos no pensarían más que en cazar o beber. Y de él procede la cortesía, aunque está claro que el hombre es un inútil y es imposible educarlo.
De hecho, esta utilidad del amor oculta el hecho de que “no hay relación sexual”, como sentencia Lacan. ¿Qué quiere decir esta frase? Quiere decir que el acto sexual no se puede enmarcar en un sistema de representaciones. Cuando el hombre y la mujer copulan, este acto no crea ninguna identidad: no explica que el hombre pueda tenerse por hombre o la mujer por mujer. La mejor prueba es que en general repiten, y ya sabemos que uno no repite las actividades en las que fracasa. Como los protagonistas no se entienden, no puede haber diálogo, lo que explica nuestro déficit de conocimientos sobre el sexo. Podríamos preguntarnos incluso si no es precisamente ese déficit de conocimientos sobre la relación sexual lo que lleva a ciertas personas a acumular diplomas y títulos, o incluso, en el caso de los más ambiciosos, a inventar la ciencia.
El amor cortés excluye el sexo, y por eso no nos damos cuenta de que la historia no se sostiene. Evidentemente es una simulación, pero Jacques Lacan alaba su elegancia. Además, verse falto de algo no está desprovisto de cierto encanto. Porque, en realidad, ¿qué desea el galán? Desea desear, profesa a su Dama un amor platónico, incorpóreo por naturaleza; su objeto de pasión carece de realidad carnal, motivo por el cual es un amor inhumano. En la poesía, según observa Lacan, esta inverosímil conexión ha creado escuela. Dante está locamente enamorado de su Beatriz, pero nunca habla con ella; Beatriz se impone como el Otro absoluto, sublime, y por tanto desconocido e inaccesible. Dante, aparte de no tocarla, lo único que recibe de ella es un aleteo de pestañas. La caída de ojos de la hermosa Beatriz es la improbable causa de toda la obra del poeta: del mismo modo que, según la moderna “teoría de las catástrofes”, el aleteo de una mariposa puede provocar un ciclón en el otro extremo del planeta.
No son sólo los hombres quienes se consagran al servicio de una dama. Un caso de Freud comentado por Lacan, el de “la joven homosexual”, demuestra que algunas mujeres pueden hacer lo mismo. Se trata de una muchacha joven que se consagra con devoción al amor de una mujer a la que corteja, asumiendo a su lado el papel del hombre. Ahora bien, el objetivo de este amor ideal es provocar al padre, porque este la ha decepcionado al engendrar con su madre el niño que la hija esperaba de él. Es algo que está dentro del orden de las cosas, pero la muchacha tiene celos y decide demostrar al padre lo que es amar, amar de veras. Y para ello no se anda con chiquitas, ya que no duda en tirarse desde un puente bien alto (al final se salva) ante los ojos de su padre cuando su amiga amenaza con romper. La caída de la joven es un “paso al acto” que alude al nacimiento del niño, que también cae (es parido, arrojado al mundo): el niño es el nudo gordiano de esta historia, y al otro lado del niño, está el falo. La joven no puede tenerlo (de su padre), y por eso decide serlo (para su dama). Podemos reformular del siguiente modo la lógica de esta joven, a la que más habría valido saltarse alguna clase en el instituto que dedicarse a saltar desde los puentes: “No he podido tener un hijo de mi padre, como sustituto del falo que yo no tengo; ya que las cosas son así, encarnaré el falo con mi persona y se lo restituiré* a una mujer, la cual, por definición, carece de él”.
CONCLUSIÓN DE UNA HISTORIA SIN CONSUMACIÓN POSIBLE: El amor cortés es un juego en torno al tener y al ser; más allá de eso está el Nada, que para Lacan es bastante más que nada. El galán que revolotea en torno a su dama sin llegar a conseguirla nunca demuestra que dar un rodeo es la mejor forma de acercarse a lo esencial.

* Es lo mismo que sucede con Tintín en El cetro de Ottokar, donde nuestro héroe restituye al muy seductor rey de Sildavia lo que este necesita para tener poder, es decir, para reinar: nos referimos al cetro, instrumento fálico donde los haya.
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¿PUEDE AMAR EL HOMBRE RICO?
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En el amor, uno da, recibe, toma... ahora bien: ¿el qué? Es este no sé qué lo que está en cuestión, precisamente. ¡Algunos no pueden dar porque tienen demasiado, porque son ricos! El rico ya existía antes del burgués, que fue una creación más tardía del dios Capital. Y es fácilmente reconocible: gasta, gasta escandalosamente, gasta tanto que, a su lado, los nuevos ricos de la Rusia actual parecen unos tacaños. Su credo es “más bonito, más caro, más vistoso”. Antiguamente, más que un credo, era incluso un deber.
En la actualidad sigue habiendo ricos, pero los de hoy en día ya no gastan, o gastan menos que antes. ¿Qué hacen con su dinero? No puede ser que todo vaya a parar a las fiestas un tanto repetitivas de la jet set. Y es que el rico ha cambiado: ahora cuenta lo que gasta, y además es alguien que cuenta.
La figura del rico llamó la atención a Lacan, quien relata una divertida anécdota. Habla de un hombre muy rico (que además es protestante, y como sabemos, para esa gente es muy importante el triunfo social; aunque no sólo para ellos, claro). Un buen día, el rico atropella a una jovencita con su cochazo. Es una chica guapa, hija de portera, que acepta fríamente las excusas del conductor. Como una cosa lleva a la otra, el hombre la invita a cenar, y cuanto más se hace ella de rogar, más enamorado está él. Al final se casa con ella y la cubre de joyas, que todas las noches van a parar a la caja fuerte. Un buen día, ella se marcha con un ingeniero sin un céntimo.
¿Cuál es, para Lacan, la moraleja de esta historia? La siguiente: ser rico no compensa; el rico tiene tanto dinero que ningún gasto puede afectarle. Cuando el rico ama, lo único que puede hacer es negar algo, cosa que le molesta y aún molesta más a los demás. Es decir, el rico no carece de nada y por lo tanto le resulta muy difícil amar, porque para amar hay que tener una carencia que supuestamente el otro colmará. El rico no está capacitado para el amor: ¡ya lo dijo hace dos mil años un agitador de Galilea conocido como Jesús! Al contrario de lo que piensa la sabiduría popular, según la cual la muchacha más hermosa del mundo no puede dar más que lo que tiene, en el amor uno da lo que no tiene, es decir, la falta de ser. Es esta falta la que circula en el amor, ya que, según la pesimista formulación de Lacan, “amar es dar lo que uno no tiene a alguien que no lo quiere”.
PROBLEMA: Según Lacan, el dinero puede provocar impotencia. Y como analizarse equivale a sentir cierta forma de amor, el rico que inicia un análisis tiene ciertas dificultades. Por lo tanto, el rico es torpe en la cama y en el diván: casi nos alegramos de ser pobres...
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Corinne Maier / Capítulo II de Preocuparse es divertido.
Traductora: Zoraida de Torres Burgos

sábado, agosto 27, 2005

(III) LA MUJER, EL HOMBRE Y LA EXCEPCIÓN


LA MADRE Y SU DESEO (CON "HAMLET")
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La madre no suele tener buena prensa entre los psicoanalistas. Y es que la relación con la madre es asunto complicado. En Hamlet, la obra de Shakespeare, la madre aparece en su faceta malsana, aunque es la venganza lo que ocupa el primer plano en el drama. ¿Cuál es el motivo de que el príncipe de Elsinor tarde tanto en tomarse la revancha y vengar a su padre, asesinado por el hombre que se casa con su madre tras el crimen? Es lo único que estamos esperando, y la espera se nos hace realmente larga. Hamlet tiene todas las facilidades para matar a su siniestro padrastro, y a pesar de eso no ataca a Claudio hasta el final de la obra, cuando él mismo está herido de muerte por la estocada envenenada de Alertes. Hamlet, como buen neurótico, se prepara para un viaje que nunca hace. Y son los interminables aplazamientos de la historia los que llevan a Lacan a interpretarla como la relación del hombre con el deseo, relación que plantea la cuestión del tiempo.
Hamlet comentado por Lacan es el reverso de Edipo. En primer lugar, al contrario que Edipo (quien, como veremos más tarde, no sabe), Hamlet sí sabe lo que se trama a su alrededor, es consciente de la deuda transmitida de padre a hijo. En segundo lugar, y también a diferencia de Edipo, lo importante no es su deseo por la madre, sino el deseo de la madre; y la madre de Hamlet, Gertrudis, se ha casado con Claudio inmediatamente después de los funerales de su marido. Es una viuda alegre que sólo piensa en el sexo, ¡y con qué ganas!
La madre es el problema de Hamlet. Hamlet no encuentra su lugar, no se reconoce en el deseo de la madre, voraz y destructivo, y por eso mismo vive constantemente en un tiempo que no es el suyo. El drama muestra la dificultad de distanciarse de la voluntad de la madre, a la que todo niño se ve sometido como un capricho, y que Hamlet descubre en sus idas y venidas, en sus ausencias y sus regresos. La madre puede causar estragos cuando su voluntad no obedece a la ley introducida por el padre, que ante todo es una figura simbólica. En el caso de un niño, identificarse con el deseo de la madre equivale a querer ser el falo que a esta le falta: el hijo se coloca en el lugar del falo cuando el deseo de la madre no está controlado por una ley. Según Lacan, la verdadera cuestión de Hamlet no es “to be or not to be”, sino “ser o no ser el falo”. Lo cual se podría traducir de la siguiente manera: complementar el deseo de la madre o existir de forma autónoma.
Hubo otros que se plantearon esta misma cuestión y se las apañaron mejor que el héroe shakesperiano cautivo entre las brumas de Dinamarca, país en el que algo huele a podrido, como sabemos. El pequeño Hans, por ejemplo, otro caso de Freud comentado por Lacan, tiene que hacer verdaderos malabarismos para escapar al avispero materno. Su padre ejerce su función con cierta desgana, y por eso el hijo se va a otro lado en busca del padre. Para ello elige un animal tótem, el caballo, que asume para el niño una función mediadora, de tercero en las relaciones con la madre. Esto explica que Hans tenga miedo del animal, porque el caballo mordedor es para él un sustituto del padre castrador. El semental, el padre de los potros, pasa a ser un ersatz del padre para el pequeño vienés.
LO QUE QUERÍAMOS DEMOSTRAR: Lo importante no es tener a mano todos los ingredientes, sino contar con la imaginación suficiente para sustituir el que falta: ¡exactamente igual que en la cocina! Será que Hamlet no sabía ni freír un huevo…
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LA MUJER / LA MADRE: "MATCH" NULO
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La madre, como hemos visto, no es asunto sencillo. Sin embargo, la madre es la que tiene, la que reparte sus favores… o bien la que los niega, la que no responde, la que no está. Es el Otro de la demanda, el poder que otorga (o no otorga) el biberón, el pan con chocolate, el vaso de agua… El psicoanálisis contrapone a la madre la mujer, que es un ser en falta. La mujer no tiene falo: es decir, es pobre por naturaleza. Si la madre es, lo es en detrimento del tener, lo cual explica que ame apasionadamente el Nada. El anuncio de una revista femenina que a finales del año 2000 ilustraba la carrocería de los autobuses parisinos decía: “Una nadería puede hacer feliz a una mujer. Pero no cualquier nadería”.
La madre y la mujer: por un lado la riqueza, con el rostro de una señora gorda vestida de Chanel, de moño combativo y barbilla decidida, a la que en otro tiempo se daba con respeto el nombre de Madame Mère, como a la madre de Napoleón. Por el otro, la indigencia, siempre atractiva en una mujer, como en los cuentos del príncipe y la pastorcilla. En el caso de un hombre suele haber una dicotomía entre ambas: por un lado, la mujer a la que ama, y por el otro, la mujer a la que desea.
Mujer o madre, hay que elegir. Señoras: la decisión es suya, porque el psicoanálisis no es fatalista y no las animará a procrear, como tampoco a no hacerlo. Podemos preguntarnos si Marilyn Monroe habría sido una estrella internacionalmente adulada si hubiera podido ser madre de familia, como ella anhelaba. Ser mujer es difícil de asumir, lo que explica que muchas veces la mujer quiera tener hijos para que colmen una carencia: según Freud, el hijo es el sustituto del pene que le falta a la mujer. ¿Será que la maternidad disimula el rechazo y por eso representa una solución honrosa a la feminidad? Hay algunas mujeres que en cuanto son madres se niegan a ser mujeres, rechazando por ejemplo al padre de su hijo. Tener un hijo tampoco es fácil para un hombre: convertir a una mujer en madre puede conducirlo a la impotencia. Y es que, para Lacan, la mujer encarna la diferencia, mientras que la madre es total, única, cosa que puede resultar agobiante. Cuando la madre contamina a la mujer, el resultado para la pareja es el adulterio o el divorcio.
No obstante, hay esperanzas. Es cierto que en el inconsciente existe una antinomia entre mujer y madre, pero eso no impide que las buenas madres sigan siendo mujeres a pesar de todo. La madre “suficientemente buena”, según la expresión del psicoanalista Winnicott, es la que no está totalmente consagrada a su retoño y lo deja respirar y desarrollarse. Como sigue siendo mujer, mantiene el lugar del deseo fuera de su relación con el hijo, pero no se vuelca del todo en su hijo, como tampoco se vuelca del todo en su compañero, porque ser mujer es estar siempre un poco en otro lugar, no pertenecer completamente a nada.
En torno a este tema, que podría parecer ligero florece la tragedia bajo los rasgos de Medea, heroína de la mitología griega por la que también se interesó Lacan. Medea no vacila en cometer un acto extremo y mata a lo que más quiere, sus hijos, cuando descubre que Jasón, el padre, la ha engañado. Medea golpea al voluble Jasón en lo que él (y ella) tienen de más preciado: su descendencia. De este modo se venga, pero al mismo tiempo, al sacrificar a sus hijos, se perjudica a sí misma. En cierto modo, es una asesina que está fuera de la ley. Y es que, según Lacan, la mujer no entra del todo en el ámbito de la ley, no queda totalmente contenida en ella, a diferencia del hombre, que está sumergido en la ley hasta las cachas.
CONCLUSIÓN: No tenemos que criticar a Medea, como tampoco tenemos que criticar a Jasón, ya que la primera es una “verdadera” mujer (es decir, una extremista) y el segundo es un hombre conforme a los estereotipos (cuando le conviene, se olvida de que bajo la madre se esconde la mujer).
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LA MUJER / EL HOMBRE: DESIGUALDAD
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El hombre y la mujer son de diferente especie. Es una obviedad, pero no deja de sorprendernos. No es fácil dibujar la línea divisoria entre los sexos, y calificarla de cultural no termina de aclarar las cosas. En realidad, la división tiene que ver con el lenguaje, que es sexista. Para Jacques Lacan, en el inconsciente no hay ninguna palabra (ningún significante) que permita pensar el hombre y la mujer. Por ello, hagamos lo que hagamos, siempre estamos exiliados de nuestra identidad sexual. Lo único que podemos pensar entre los sexos es una palabra, un único significante, que Lacan designa como “el falo”. Y el falo no es lo mismo que el pene.
Respecto al pene, podemos decir que están los que lo tienen, los varones, y que siempre están justificando que lo poseen, empeñándose por ejemplo en conseguir dinero, poder o gloria. Según Lacan, las que no lo tienen, las mujeres, lo reivindican (“quiero una casa, dinero, joyas, etc.”) o tratan de encarnarlo privilegiando el ser sobre el tener. Por eso no es de extrañar que a menudo la mujer no dé importancia al tener, mientras que el hombre, que sí está provisto de un apéndice, es más conservador. Esto explica tal vez que las mujeres, menos centradas en la posesión, voten en mayor medida que los hombres a favor de ideas consideradas “de izquierda”, es decir, favorables al reparto de la riqueza (al menos en teoría). Como no tienen, no temen perder.
En cuanto al falo, a diferencia del pene, Jacques Lacan asegura que lo hay y no lo hay para todo el mundo. El falo circula entre el hombre y la mujer y, según el psicoanálisis, es lo que está en juego en su relación. En el caso del niño, la trayectoria “normal” consiste en renunciar a ser el falo que le falta a la madre y en identificarse con el padre, que sí lo tiene. En el caso de la niña, no sólo debe abandonar la idea de serlo para la madre, sino que además debe aceptar que no lo tiene para, más adelante, recibirlo de un hombre, en forma de su sexo o en forma del hijo que le hará el hombre. Cada cual se las arregla como puede con este tener y este no tener.
Algunos se han burlado del “falocentrismo” lacaniano, porque su forma de pensar la diferencia sexual gira en torno al falo, pero su crítica no tiene en cuenta que en el pensamiento del maestro las cosas no son tan sencillas. Un hombre también puede decidir ser, y una mujer puede decidir tener. Hay una elección del sexo, tanto para los hombres como para las mujeres, o más exactamente, tanto para los machos como para las hembras: el sexo del individuo no es necesariamente el sexo que consta en el documento de identidad. Ser hombre o mujer no es más que una decisión.
Y esta decisión no está exenta de consecuencias. Los hombres que lo tienen encajan en un universal. Son todos iguales, excepto los que son diferentes; y es a partir de los segundos como hay que comprender a los primeros. “La excepción confirma la regla”, plantea Lacan. Por un lado está la generalidad, ese “todos los hombres”, y por otro lado está el que no forma parte de la serie, el que se sale del molde. Lo que permite decir “en todo hombre” es que el padre constituye una excepción: ocupa la posición exterior a la ley (como el padre freudiano de Tótem y tabú, que posee a todas las mujeres y al que sus hijos terminan matando).
Para Lacan, la excepción es algo muy importante, tanto que determina todo lo demás. Por otro lado, él también se aparta del molde y es el padre de una prole analítica que no deja de criticarlo y de intentar excluirlo. El reconocimiento de su trabajo en la década de 1950 conducirá a lo largo de los años a varios procesos de censura e incluso de excomunicación por parte de la institución psicoanalítica nacional y más tarde de la internacional. Es cierto que Lacan se niega a acatar las reglas aceptadas por los demás psicoanalistas; expulsado ( “ excomulgado” , dice Lacan, que añade: “como Spinoza”; como vemos, no era un dechado de modestia), crea su propia “Escuela” en 1964. Para ello, el 21 de junio de ese mismo año pronuncia una declaración muy degaulliana que se ha hecho famosa: “Fundo -solo, como siempre he estado en mi relación con la causa analítica- la Escuela Francesa de Psicoanálisis...”. Él la crea y otros lo siguen: la excepción es fundadora. Es por tanto inevitable que este hombre ajeno a toda norma se interese por la excepción y trate de teorizarla.
Algunos hombres contribuyen a la constitución de grupos y sociedades, pero Lacan opina que donde la excepción adquiere realmente su sentido es en el bando de lo femenino. Y es que las mujeres son todas diferentes, hasta el punto, incluso, de que no podemos decir que sean excepcionales porque no hay ninguna norma sobre la mujer. Cuando Lacan afirma que “La mujer no existe”, quiere decir que en la mujer no hay generalidad, que las mujeres no encajan en ninguna serie. Existen “La República”, “La Muerte”, “La Esperanza”, pero no “La Mujer”.
En el caso del hombre, la excepción radica en el padre o en la madre. Dicho de otro modo, el hombre solo se asemeja a la mujer en la vertiente de la excepción. Sólo hay que pensar en un Luis XIV autoritario, emperifollado y adulado, para comprender que desempeñaba el papel de la loca más loca de Versalles (aunque le gustasen las mujeres, la cuestión no es esa). Y Jacques Lacan, ¿ocupaba la posición del padre o la de la mujer? Como es natural, no sabemos la respuesta: el asunto queda sin resolver.
CONCLUSIÓN: Entre la universalidad del hombre y el “no todo” de la mujer, no hay nada que ver: ¡circulen!
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DON JUAN O EL GOCE DE LAS MUJERES
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Don Juan, que se aclara bastante bien con la línea divisoria de los sexos, se sitúa deliberadamente en el bando de la excepción. Es el héroe del deseo, el hombre que ama apasionadamente a las mujeres, y hay que reconocer que ellas le corresponden: ninguna se resiste a su mirada ardiente, a su labia y a su intrépida jovialidad. Jacques Lacan hace de Don Juan una figura femenina, un mito femenino, en primer lugar porque Don Juan desea gozar más allá de la ley, sin obedecer a nada ni a nadie, y en segundo lugar, porque es un personaje que hace gozar a las mujeres. Pero ¿qué busca este semidiós que se burla de las convenciones y de los principios? Lacan piensa que Don Juan persigue a la mujer provista de un sexo de hombre, se acuesta con más de mil mujeres para alcanzarla y, evidentemente, no la encuentra. Salvo en el momento en que coincide con el convidado de piedra, que representa un más allá de la mujer; ahí termina todo, su destino queda sellado y Don Juan muere.
Si Don Juan hubiera sido perverso, habría podido utilizar otro método para encontrar a “La Mujer”. Según Freud, el perverso confiere existencia a la mujer no castrada a través de sus maniobras, de sus puestas en escena, que niegan la ausencia de pene de la mujer. Por ejemplo, si el perverso necesita un zapato para hacer el amor con una mujer, es porque de niño la última cosa que vio antes de comprender que su madre no tenía sexo masculino fue precisamente un zapato. La presencia del fetiche, que funciona como un velo, le permite negar la imagen de la mujer castrada. Gracias a esta puesta en escena, para él es como si la mujer estuviera completa, igual que el hombre. ¡El perverso es un señor que se monta sus películas!
Pero volvamos a Don Juan, que hace gozar a las mujeres sin necesidad de zapato. ¿Cómo lo consigue? Es una vasta cuestión que se plantean muchos hombres. Para empezar, ¿quién goza, en la cama? ¿Y con qué goza? ¿Con el otro, con el sexo, con uno mismo? Lacan no cree en el punto G ni en consideraciones peregrinas sobre el orgasmo clitoridiano o vaginal y, probablemente, la lectura del superventas La vida sexual de Catherine M no le habría enseñado nada nuevo. Según él, la mujer entabla con el goce una relación distinta de la que entablan los hombres. Al parecer, esto es lo que explica que la mujer disfrute más que el hombre en la cama; al menos eso nos enseña la mitología con el personaje de Tiresias, quien tuvo la insigne suerte de convertirse en mujer después de haber habitado un cuerpo de hombre.
El goce femenino es otro: ¿qué es, entonces? Según Lacan, el goce femenino tiene por principio la representación de un muerto, que adopta la forma del íncubo o del espectro que se aparece por la noche para dar placer a las mujeres. Todo esto parece un poco abstracto, pero podemos encontrar ejemplos en la cultura denominada “de masas” y en la vida cotidiana. El fantasma puede simbolizarse perfectamente con Drácula, el muerto viviente, el espectro que reclama una esposa. Este personaje, muy apreciado por el cine y el cómic, no necesita preocuparse por su plan de jubilación porque tiene el éxito garantizado. ¿Será que la muerte es sexy? Quizá por eso algunas mujeres se encaprichan de pilotos de carreras, marinos o bomberos, de hombres que ejercen oficios peligrosos.
Todas estas mortíferas consideraciones no impiden que la mujer acepte de buena gana ser fiel a su maridito, al que podemos describir como un amable señor que sale de la oficina todos los días a la misma hora y regresa a su casa para leer el periódico delante de la tele. Sin embargo, de acuerdo con Lacan, cuando la mujer hace el amor con él, no es con él con quien goza (cuando goza), sino con otro. ¿Con quién? El otro es una especie de punto vacío, es justo todo lo que su marido no es: no se parece a nadie y puede ser un poco golfo y hasta un perturbado.
El goce de la mujer, como les sucede a ciertas mayorías políticas conseguidas a base de pactos, es por tanto “plural”. La fidelidad femenina más escrupulosa se basa en una duplicidad: por un lado la regularidad (el principio del placer) y por otro lado el goce (el más allá del principio del placer). En efecto, para Freud, ambas cosas se oponen: el principio del placer es lo mismo que “ir tirando”, es llevar una dieta variada y frugal, cuidar la higiene de vida, hacer deporte regularmente, acostarse temprano para encontrarse en forma y dejar la silla preparada por la noche para no olvidarse nada al coger el metro. En cambio, el más allá del principio del placer es el exceso, el goce llevado al punto de la tensión extrema, que puede coexistir con el dolor. Lo primero sería coger un Peugeot 205 para ir a buscar muguete al campo el Primero de Mayo, como es tradición en Francia, y lo segundo sería más bien subirse a un cochazo de 1500 centímetros cúbicos y salir a toda pastilla en dirección a Roma después de una cena copiosamente regada y un abundante consumo de productos ilícitos. Y el total sería la conjunción de estas dos cosas incompatibles: un ejercicio de alto voltaje, pero es que el goce femenino es un producto “dos en uno”.
EN RESUMEN: La mujer, incompleta por naturaleza, se relaciona con lo ilimitado; está más abierta que el hombre al más allá de las coerciones, al fuera de límites... que seguramente es el nombre inconfesable de muchos “jardines secretos” femeninos, pero también de obras fascinantes como la de Marguerite Duras.
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Corinne Maier / Capítulo III de Preocuparse es divertido.
Traductora: Zoraida de Torres Burgos

viernes, agosto 26, 2005

(IV) EL HÉROE EXPUESTO A LOS EMBATES DEL DESEO

EL HÉROE HA MUERTO, !VIVA EL HÉROE!
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Algunas personas, hombres o mujeres, pasan por la vida con una sóla obsesión: consagrarse a la difícil tarea de cumplir su destino. Freud afirma que la humanidad necesita héroes, pero no quedan muchos desde Napoleón. Por suerte tenemos a Nelson Mandela, que se pasó treinta años años de vida en la cárcel y cuya serenidad y su talante conciliador permitieron que Sudáfrica se modernizara sin demasiados problemas.
El héroe fascinaba a Lacan; según el psicoanalista, el héroe se sale de lo común y, sea cual sea la causa a la que se consagre, “no cede en su deseo”. Es decir, no renuncia, y por eso puede terminar siendo traicionado por los mismos que participaron con él en el combate. Es un solitario, ese tipo de personaje que han encarnado en la pantalla Mel Gibson o Bruce Willis, actores holywoodienses muy bien remunerados y siempre atractivos con sus camisetas ceñidas. Pero no sólo en el cine hay héroes: también está el militar inglés al que rinde homenaje el doctor Lacan y que en la década de 1940 luchó contra la Alemania nazi; asume sus responsabilidades, no se acobarda y llega hasta el final.
Lo que mueve al héroe es un ideal un poco peculiar. El héroe tiene una “relación verídica con lo real”, afirma Lacan con admiración. En 1940, lo realista era negar la evidencia de la derrota francesa: pero ¡qué poca gente se mostró “realista” en aquel tiempo! Para Lacan, ser realista, a diferencia de lo que aseguraba el famoso eslogan del 68, no es pedir lo imposible sino saber decir no a lo inaceptable. Y es también no dejarse subyugar por la voz “obscena y fiera” que capta el psicoanalista, es decir, la voz del superyó, de la que la política es a veces portavoz. El superyó, esa instancia nefasta, no se contenta con marcar los límites y establecer lo prohibido, sino que ordena gozar: ¡es una incitación al crimen!
A pesar de todas sus consideraciones sobre el “realismo” del héroe, que pueden entenderse como una invocación al coraje, Lacan no participó en la Resistencia en tiempos de la guerra. Hay que reconocer en su descargo que pocos intelectuales lo hicieron. Es cierto que Lacan no era un hombre politizado y que, como le sucedía a Freud, no creía que la política pudiera cambiar las cosas, y menos aún la vida. Tampoco era progresista, como no se privó de explicar a los exaltados estudiantes de 1958, que por lo demás no entendieron muy bien de qué les hablaba. De hecho, la pretensión de Lacan era revolucionar el psicoanálisis, y le bastaba con esa lucha.
A pesar de su indiferencia frente a la política, parece que Lacan ejerció un papel social de primera línea en la década de 1970. Hay quien considera que, si Francia no experimentó la deriva terrorista de Alemania en esa misma época, fue gracias a la popularidad del seminario público de Lacan y al hecho de que un puñado de rebeldes airados frecuentaron su diván. La última palabra sobre esta cuestión la dirá la historia, a menos que, como siempre, nos diga cualquier banalidad. El eslogan lacaniano de la época podría haber sido este: “Haced un psicoanálisis y no la revolución”. En cualquier caso, sería interesante saber en qué se han convertido los agitadores pijos que acudían a analizarse al número 5 de la Rue de Lille, la elegante dirección de la Rive Gauche parisina donde oficiaba Lacan: ¿se habrán hecho analistas algunos de ellos? Eso explicaría que algunos psicoanalistas sean tan intolerantes: como es sabido, el maoísta, el trotskista o el izquierdista, que a los veinte años actúa movido por la certeza de estar en posesión de la verdad, se la queda para él al cabo de los años.
Lo que está claro es que el neurótico es cualquier cosa menos un héroe. Es cobarde por naturaleza, porque no sabe lo que quiere y porque se encuentra atrapado en las redes del deseo de los demás. ¿Podemos decir que el psicoanálisis ayuda a desarrollar el sentido del valor? Habrá que estudiarlo en caso de pronunciamiento militar. Según Lacan, por un lado están las masas, lo que él llama “carne de partido”, el hombre corriente que se consagra al “servicio de los bienes” sin plantearse preguntas; y por otro lado está la gente de la que se dice “ese es alguien” y que se sale de lo común porque no se parece a los demás. Como es natural, es más difícil parecerse a los segundos que a los primeros...
Ahora bien, para Lacan, el héroe ya no es lo que era. Antiguamente, en la tragedia y en la historia brillaba el héroe clásico, idéntico a su destino, y del que Antígona (hablamos de ella más adelante) constituye un bello ejemplo. El héroe de hoy libra un combate de escasa importancia, incluso y sobre todo para él. Va a la deriva, dando tumbos, sin un proyecto claro. Es el caso de Sygne de Coûfontaine (de quien también hablamos más adelante), heroína de Paul Claudel, dramaturgo católico del siglo XX, y es el caso también, ya más cerca de nosotros, de los personajes que aparecen en los libros del muy contemporáneo Michel Houellebecq. Estos últimos no desean en realidad nada, y sobre todo no desean enredarse en unas historias que no pueden reportarles nada más que problemas. El héroe de hoy se mueve en un más allá del sentido, desmintiendo una dimensión trágica de la que Lacan se pregunta si aún existe. Propongamos una respuesta: probablemente existe, pero de otra manera; su expresión moderna es tal vez la ironía, el segundo grado: la ironía desborda de la pantalla en la película Starship Troopers, que muestra sin demasiado afán de realismo ni de piedad a unos seres humanos sumidos en una extraña lucha contra unos insectos asquerosos y muy poco amables.
¿Qué se puede hacer si en nuestra desencantada época ya no quedan héroes de verdad? ¿Qué se puede hacer si la vía militar hacia el heroísmo está pasada de moda? Se puede ser un dandi, consagrarse en cuerpo y alma a lo fútil, volcarse en la banalidad que el dandi exalta. El dandi es un antihéroe que trata su cuerpo y su vida como un arte, construye y cultiva su singularidad individual adoptando el registro de la pose. ¡ No es una solución al alcance de todo el mundo! En la doctrina de Lacan no aparece el dandi, aunque él sí lo fue, como demuestra el increíble look que lo caracterizaba: pajaritas inenarrables, cuellos de camisa inauditos, abrigos de pieles y otras excentricidades anacrónicas que otros han recreado o copiado. Mucho antes de Lacan existió Brummel, un inglés decadente que en el siglo XIX impuso la dictadura de su gusto entre la aristocracia más orgullosa del mundo. Los más elegantes imitaban la forma de anudar la corbata y el color de chaleco de aquel joven hermoso e impasible, que era dueño de sus emociones y de todos los actos de la vida cotidiana.
PREGUNTA: En caso de peligro grave, ¿el psicoanalista es un héroe? Trate el lector de imaginar al suyo (o a la suya) ataviado con un mono y armado con un Kaláshnikov y juzgue por sí mismo si resulta creíble con toda esta parafernalia...
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ANTÍGONA O ¿QUÉ SIGNIFICA IR HASTA EL FINAL DEL PROPIO DESEO? .
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¡Antígona sí que es una verdadera heroína! Es una joven distinta a las demás que, en lugar de comprarse un wonderbra y ponerse un piercing en la nariz, tiene una sóla obsesión: enterrar a su hermano muerto. Lacan “revisitó” con pasión a esta heroína trágica de Sófocles. ¿Quién es la fascinante Antígona? Es la que dice “no” al oponerse a la ley de Creonte, quien prohíbe enterrar el cadáver de Polinice, hermano de Antígona y adversario del propio Creonte. Los restos del enemigo de la patria, al que Creonte no apreciaba demasiado, serán lanzados a los perros. Antígona no puede aceptarlo y morirá enterrada viva. Será mejor que no sigamos imaginando a Antígona con los rasgos de Laetitia Casta: sería un grave error de casting. Además, una historia tan lúgubre no podría suceder en la Rive Gauche (como mucho en esos países atrasados y aún medio salvajes de los márgenes de Europa, donde la gente se destripa sin ton ni son).
Curiosa figura la de Antígona, llena de una determinación y un empeño que nos dejan un poco perplejos: su hermano es irremplazable, las cosas son así, y esto es lo que afirma esta joven con la que está claro que no se puede discutir. ¿Cuál es el significado de esta espeluznante historia? El filósofo Hegel interpretó esta tragedia como una contradicción entre la ley de la polis, que ordena a Antígona no enterrar a su hermano, y el amor de la heroína por su amado hermano, que la obliga a rendirle las honras fúnebres. Para Jacques Lacan, las cosas no son tan sencillas: él entiende el enfrentamiento entre Creonte y Antígona como la contraposición de un error y una pasión. Creonte se equivoca, porque la ley que impone supera cualquier límite; Antígona, por su parte, actúa movida por su pasión, corre el máximo riesgo y paga el precio correspondiente: por este extremismo es por lo que resulta inhumana. Inhumana, esa es la palabra. Y aún así, el retrato no queda del todo completo...
¿Qué es lo que quiere Antígona? Plantea la cuestión de la ley, la suya y la de los demás. En el momento en que desobedece una ley, descubre la ley de su deseo. Antígona quema todas las naves y desmarcándose pasa a ser ella misma, es decir, una persona distinta a las demás. Porque Antígona es libre; dejando atrás las determinaciones impuestas, toma una decisión que establece un corte, una separación. Al actuar de forma autónoma, pasa a ser la ley para sí misma, aunque vaya más allá de sus intereses, porque esta insensata no piensa sólo en su futuro. Y va hasta el final, hasta la muerte. Arde tan deprisa como una cerilla, sin preocuparse por durar.
Al ser enterrada viva, Antígona accede a lo que Lacan denomina “el entre-dos-muertes”: la muerte vivida de forma anticipada y que gana terreno sobre la vida, a la vez que la propia vida de Antígona desborda sobre su muerte. Es una muerte en la que hay un más allá de la vida. En esta zona imprecisa aparece la belleza. Porque la belleza es la interdicción del deseo, le prohíbe superar determinado límite: si se transgredí, al otro lado aparece el horror. Los cuadros de Francis Bacon, muy poco apetitosos para según quién, demuestran que lo horrible forma parte de lo bello.
Pero volvamos a nuestra heroína, que está desatada. Antígona va hasta el final de su deseo y, con su acción, elige lo que es; a saber, según nos dice la obra: “la guardiana del ser del criminal”. Su morboso destino adquiere sentido en relación con su familia, que no se puede negar que es una familia bastante rara, muy alejada de los parámetros definidos en la actualidad por una pequeña burguesía pulcra y ordenada. En efecto, Antígona y su hermano, en tanto que hijos de Edipo, son el fruto de un deseo incestuoso y criminal que Antígona asume al desaparecer Polinice. Toda esta gente estaba medio chalada, ya se ve. Antígona, con su muerte voluntaria, inmortaliza el destino de su linaje y al mismo tiempo introduce en él su marca personal. Da igual ser un tipo apreciado por la portera o un impresentable, funcionario o navegante, persona seria o sádico criminal: lo que uno es y lo uno hace adquiere sentido únicamente en relación con la familia de la que procede.
Antígona, la película: cuando la sesión termina y se encienden las luces, el espectador se siente un poco incómodo. Por supuesto, todo parecido con personajes reales, vivos o muertos, es mera coincidencia: ¡menos mal! Pero ¿qué tiene que ver todo esto con nosotros? El comentario que hace Lacan sobre la Antígona de Sófocles combina en una misma trama el deseo, el destino, lo trágico y la ley: una mezcla que puede parecer pesada e indigesta a los estómagos acostumbrados a las dietas light, como por ejemplo el suplemento literario de Le Monde.
Pero fijémonos: el comentario de Lacan interesa a cualquier persona que frecuenta el diván. Lo que pretende demostrar Lacan es que la experiencia psicoanalítica se asemeja a la tragedia: pone en juego el deseo, cuya esencia está precisamente en su extremismo. “Antígona nos revela el punto de mira que define el deseo”, dice Lacan. El objetivo del análisis, pues, no es estar más adaptado ni ser más productivo en la empresa o más rico que el vecino. Lacan habla de cosas serias: analizarse es enfrentarse al deseo, tratar de conocerlo, de llevarlo al acto, y es también plantar cara a la muerte, en lo que esta puede tener de más presente y actualizado en la vida de cada uno. ¡Nada más y nada menos!
El análisis no es un paseíto para estar en forma. Se entiende que la persona que se ha tumbado en un diván con cierta constancia sea diferente después de una labor tan difícil, ya que se ha visto reducida a su particularidad, en lo que esta tiene de más íntimo e irreductible; el analizante no hace más que descifrar la ley de su deseo, que es la clave de su destino, pero tiene que estar dispuesto a pagar el precio correspondiente. Según Lacan, la única ética posible es una ética del deseo: ¿Has actuado conforme al deseo que te habita?”. Por eso, de lo único que somos culpables es de habernos cruzado de brazos. Lacan añade un undécimo mandamiento al decálogo bíblico: no cejes en tu deseo. ¡Caramba! ¡Siglos y siglos de culpabilidad judeo-cristiana borrados de un plumazo! Pero puede que el camino que señala Lacan nos parezca arduo. Lo cierto es que estar a la altura del propio deseo, y convertirlo en destino, no está al alcance de todo el mundo.
MORALEJA: Es más fácil complacerse en la propia neurosis, que por su propia naturaleza no sabe lo que dice ni lo que hace. ¡Ah, la insoportable levedad de la neurosis!
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SYGNE DE COÛFONTAINE, SIGNO DE LA DERROTA DEL IDEAL
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Otra figura de heroína, menos rozagante, aparece en la obra de Paul Claudel El rehén, también comentada por Lacan. El propio nombre, Sygne de Coûfontaine, llama la atención.* Repasemos su historia siguiendo al psicoanalista. Sygne es una solterona de familia noble a la que la Revolución ha dejado sin propiedades, y se pasa la vida recordando la finca familiar. Está enamorada de su primo, que un día aparece por casa acompañado del Papa en persona. Entonces entra en escena otro personaje, provisto también de un nombre imposible, Toussaint Turelure** (¿de dónde sacaba Claudel esas ideas?). Toussaint es feo, cínico y, lo peor de todo quizá, plebeyo. ¡Qué horror!
Tenemos pues dos personas a las que todo separa: ella es monárquica y él, republicano; ella viene de buena familia, y él no se sabe de dónde viene. Resumiendo, su historia es una especie de Lo que el viento se llevó que acaba mal. Toussaint, ese ser despreciable y vil, amenaza a Sygne con denunciar a las autoridades al Papa, que se aloja en casa de ella, a menos que Sygne acepte casarse con él. En este caso interviene un sacerdote, porque de otro modo nos tememos que Sygne habría dicho que no. El sacerdote le dice que, si acepta, será la agente de un acto de sublime devoción; lo que tiene que hacer Sygne es asumir como un placer lo mismo que le horroriza. Pero para ello, Sygne tiene que despedirse de su razón de vivir, más aún, de su ser.
Para Lacan, Sygne es una especie de reverso de Antífona: mientras que la heroína clásica es idéntica a su destino, Sygne realiza un acto de libertad yendo contra todo lo que es. En un acto de defensa propia, se convierte en la baronesa Turelure y da a luz a un pequeño Turelure. Nos podemos imaginar la noche de bodas… Nada de todo eso explica por qué la pareja no se separa, pero es que hay gente que prefiere pasarlo mal en familia que estar a gusto en soledad. Las cosas se ponen cada vez peor, hasta que el primo pierde la paciencia e intenta matar a Turelure. Sygne se interpone y muere. Al final de la obra su rostro se nos presenta aquejado de un tic que la desfigura, contradiciendo una vez más la belleza que adornaba a Antífona. En el último momento, la sacrificada dice que no con un gesto, con un signo.
Sin dejar de ser fiel a la causa perdida del Antiguo Régimen, Sygne sabe que se sacrifica por unos ideales desfasados, por unas palabras tradicionales y sin fuerza. Sygne es signo de la derrota del ideal, y su sacrificio desemboca en la degradación de sus fines. Esta obra, en la que Lacan ve el engaño y la burla, es “indicio de un nuevo significado de la tragedia humana”; es una versión moderna de la tragedia.
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* “Sygne” es una combinación de “signe” (“signo” “señal”) y “ cygne” (“cisne”). (N. de la t.)
** “Toissaint” significa “todo santo” y “Turelure” recuerda la palabra “tirelire” (“hucha”). (N. de la t.)
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Corinne Maier / Capítulo IV de Preocuparse es divertido.
Traductora: Zoraida de Torres Burgos