sábado, agosto 27, 2005

(III) LA MUJER, EL HOMBRE Y LA EXCEPCIÓN


LA MADRE Y SU DESEO (CON "HAMLET")
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La madre no suele tener buena prensa entre los psicoanalistas. Y es que la relación con la madre es asunto complicado. En Hamlet, la obra de Shakespeare, la madre aparece en su faceta malsana, aunque es la venganza lo que ocupa el primer plano en el drama. ¿Cuál es el motivo de que el príncipe de Elsinor tarde tanto en tomarse la revancha y vengar a su padre, asesinado por el hombre que se casa con su madre tras el crimen? Es lo único que estamos esperando, y la espera se nos hace realmente larga. Hamlet tiene todas las facilidades para matar a su siniestro padrastro, y a pesar de eso no ataca a Claudio hasta el final de la obra, cuando él mismo está herido de muerte por la estocada envenenada de Alertes. Hamlet, como buen neurótico, se prepara para un viaje que nunca hace. Y son los interminables aplazamientos de la historia los que llevan a Lacan a interpretarla como la relación del hombre con el deseo, relación que plantea la cuestión del tiempo.
Hamlet comentado por Lacan es el reverso de Edipo. En primer lugar, al contrario que Edipo (quien, como veremos más tarde, no sabe), Hamlet sí sabe lo que se trama a su alrededor, es consciente de la deuda transmitida de padre a hijo. En segundo lugar, y también a diferencia de Edipo, lo importante no es su deseo por la madre, sino el deseo de la madre; y la madre de Hamlet, Gertrudis, se ha casado con Claudio inmediatamente después de los funerales de su marido. Es una viuda alegre que sólo piensa en el sexo, ¡y con qué ganas!
La madre es el problema de Hamlet. Hamlet no encuentra su lugar, no se reconoce en el deseo de la madre, voraz y destructivo, y por eso mismo vive constantemente en un tiempo que no es el suyo. El drama muestra la dificultad de distanciarse de la voluntad de la madre, a la que todo niño se ve sometido como un capricho, y que Hamlet descubre en sus idas y venidas, en sus ausencias y sus regresos. La madre puede causar estragos cuando su voluntad no obedece a la ley introducida por el padre, que ante todo es una figura simbólica. En el caso de un niño, identificarse con el deseo de la madre equivale a querer ser el falo que a esta le falta: el hijo se coloca en el lugar del falo cuando el deseo de la madre no está controlado por una ley. Según Lacan, la verdadera cuestión de Hamlet no es “to be or not to be”, sino “ser o no ser el falo”. Lo cual se podría traducir de la siguiente manera: complementar el deseo de la madre o existir de forma autónoma.
Hubo otros que se plantearon esta misma cuestión y se las apañaron mejor que el héroe shakesperiano cautivo entre las brumas de Dinamarca, país en el que algo huele a podrido, como sabemos. El pequeño Hans, por ejemplo, otro caso de Freud comentado por Lacan, tiene que hacer verdaderos malabarismos para escapar al avispero materno. Su padre ejerce su función con cierta desgana, y por eso el hijo se va a otro lado en busca del padre. Para ello elige un animal tótem, el caballo, que asume para el niño una función mediadora, de tercero en las relaciones con la madre. Esto explica que Hans tenga miedo del animal, porque el caballo mordedor es para él un sustituto del padre castrador. El semental, el padre de los potros, pasa a ser un ersatz del padre para el pequeño vienés.
LO QUE QUERÍAMOS DEMOSTRAR: Lo importante no es tener a mano todos los ingredientes, sino contar con la imaginación suficiente para sustituir el que falta: ¡exactamente igual que en la cocina! Será que Hamlet no sabía ni freír un huevo…
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LA MUJER / LA MADRE: "MATCH" NULO
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La madre, como hemos visto, no es asunto sencillo. Sin embargo, la madre es la que tiene, la que reparte sus favores… o bien la que los niega, la que no responde, la que no está. Es el Otro de la demanda, el poder que otorga (o no otorga) el biberón, el pan con chocolate, el vaso de agua… El psicoanálisis contrapone a la madre la mujer, que es un ser en falta. La mujer no tiene falo: es decir, es pobre por naturaleza. Si la madre es, lo es en detrimento del tener, lo cual explica que ame apasionadamente el Nada. El anuncio de una revista femenina que a finales del año 2000 ilustraba la carrocería de los autobuses parisinos decía: “Una nadería puede hacer feliz a una mujer. Pero no cualquier nadería”.
La madre y la mujer: por un lado la riqueza, con el rostro de una señora gorda vestida de Chanel, de moño combativo y barbilla decidida, a la que en otro tiempo se daba con respeto el nombre de Madame Mère, como a la madre de Napoleón. Por el otro, la indigencia, siempre atractiva en una mujer, como en los cuentos del príncipe y la pastorcilla. En el caso de un hombre suele haber una dicotomía entre ambas: por un lado, la mujer a la que ama, y por el otro, la mujer a la que desea.
Mujer o madre, hay que elegir. Señoras: la decisión es suya, porque el psicoanálisis no es fatalista y no las animará a procrear, como tampoco a no hacerlo. Podemos preguntarnos si Marilyn Monroe habría sido una estrella internacionalmente adulada si hubiera podido ser madre de familia, como ella anhelaba. Ser mujer es difícil de asumir, lo que explica que muchas veces la mujer quiera tener hijos para que colmen una carencia: según Freud, el hijo es el sustituto del pene que le falta a la mujer. ¿Será que la maternidad disimula el rechazo y por eso representa una solución honrosa a la feminidad? Hay algunas mujeres que en cuanto son madres se niegan a ser mujeres, rechazando por ejemplo al padre de su hijo. Tener un hijo tampoco es fácil para un hombre: convertir a una mujer en madre puede conducirlo a la impotencia. Y es que, para Lacan, la mujer encarna la diferencia, mientras que la madre es total, única, cosa que puede resultar agobiante. Cuando la madre contamina a la mujer, el resultado para la pareja es el adulterio o el divorcio.
No obstante, hay esperanzas. Es cierto que en el inconsciente existe una antinomia entre mujer y madre, pero eso no impide que las buenas madres sigan siendo mujeres a pesar de todo. La madre “suficientemente buena”, según la expresión del psicoanalista Winnicott, es la que no está totalmente consagrada a su retoño y lo deja respirar y desarrollarse. Como sigue siendo mujer, mantiene el lugar del deseo fuera de su relación con el hijo, pero no se vuelca del todo en su hijo, como tampoco se vuelca del todo en su compañero, porque ser mujer es estar siempre un poco en otro lugar, no pertenecer completamente a nada.
En torno a este tema, que podría parecer ligero florece la tragedia bajo los rasgos de Medea, heroína de la mitología griega por la que también se interesó Lacan. Medea no vacila en cometer un acto extremo y mata a lo que más quiere, sus hijos, cuando descubre que Jasón, el padre, la ha engañado. Medea golpea al voluble Jasón en lo que él (y ella) tienen de más preciado: su descendencia. De este modo se venga, pero al mismo tiempo, al sacrificar a sus hijos, se perjudica a sí misma. En cierto modo, es una asesina que está fuera de la ley. Y es que, según Lacan, la mujer no entra del todo en el ámbito de la ley, no queda totalmente contenida en ella, a diferencia del hombre, que está sumergido en la ley hasta las cachas.
CONCLUSIÓN: No tenemos que criticar a Medea, como tampoco tenemos que criticar a Jasón, ya que la primera es una “verdadera” mujer (es decir, una extremista) y el segundo es un hombre conforme a los estereotipos (cuando le conviene, se olvida de que bajo la madre se esconde la mujer).
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LA MUJER / EL HOMBRE: DESIGUALDAD
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El hombre y la mujer son de diferente especie. Es una obviedad, pero no deja de sorprendernos. No es fácil dibujar la línea divisoria entre los sexos, y calificarla de cultural no termina de aclarar las cosas. En realidad, la división tiene que ver con el lenguaje, que es sexista. Para Jacques Lacan, en el inconsciente no hay ninguna palabra (ningún significante) que permita pensar el hombre y la mujer. Por ello, hagamos lo que hagamos, siempre estamos exiliados de nuestra identidad sexual. Lo único que podemos pensar entre los sexos es una palabra, un único significante, que Lacan designa como “el falo”. Y el falo no es lo mismo que el pene.
Respecto al pene, podemos decir que están los que lo tienen, los varones, y que siempre están justificando que lo poseen, empeñándose por ejemplo en conseguir dinero, poder o gloria. Según Lacan, las que no lo tienen, las mujeres, lo reivindican (“quiero una casa, dinero, joyas, etc.”) o tratan de encarnarlo privilegiando el ser sobre el tener. Por eso no es de extrañar que a menudo la mujer no dé importancia al tener, mientras que el hombre, que sí está provisto de un apéndice, es más conservador. Esto explica tal vez que las mujeres, menos centradas en la posesión, voten en mayor medida que los hombres a favor de ideas consideradas “de izquierda”, es decir, favorables al reparto de la riqueza (al menos en teoría). Como no tienen, no temen perder.
En cuanto al falo, a diferencia del pene, Jacques Lacan asegura que lo hay y no lo hay para todo el mundo. El falo circula entre el hombre y la mujer y, según el psicoanálisis, es lo que está en juego en su relación. En el caso del niño, la trayectoria “normal” consiste en renunciar a ser el falo que le falta a la madre y en identificarse con el padre, que sí lo tiene. En el caso de la niña, no sólo debe abandonar la idea de serlo para la madre, sino que además debe aceptar que no lo tiene para, más adelante, recibirlo de un hombre, en forma de su sexo o en forma del hijo que le hará el hombre. Cada cual se las arregla como puede con este tener y este no tener.
Algunos se han burlado del “falocentrismo” lacaniano, porque su forma de pensar la diferencia sexual gira en torno al falo, pero su crítica no tiene en cuenta que en el pensamiento del maestro las cosas no son tan sencillas. Un hombre también puede decidir ser, y una mujer puede decidir tener. Hay una elección del sexo, tanto para los hombres como para las mujeres, o más exactamente, tanto para los machos como para las hembras: el sexo del individuo no es necesariamente el sexo que consta en el documento de identidad. Ser hombre o mujer no es más que una decisión.
Y esta decisión no está exenta de consecuencias. Los hombres que lo tienen encajan en un universal. Son todos iguales, excepto los que son diferentes; y es a partir de los segundos como hay que comprender a los primeros. “La excepción confirma la regla”, plantea Lacan. Por un lado está la generalidad, ese “todos los hombres”, y por otro lado está el que no forma parte de la serie, el que se sale del molde. Lo que permite decir “en todo hombre” es que el padre constituye una excepción: ocupa la posición exterior a la ley (como el padre freudiano de Tótem y tabú, que posee a todas las mujeres y al que sus hijos terminan matando).
Para Lacan, la excepción es algo muy importante, tanto que determina todo lo demás. Por otro lado, él también se aparta del molde y es el padre de una prole analítica que no deja de criticarlo y de intentar excluirlo. El reconocimiento de su trabajo en la década de 1950 conducirá a lo largo de los años a varios procesos de censura e incluso de excomunicación por parte de la institución psicoanalítica nacional y más tarde de la internacional. Es cierto que Lacan se niega a acatar las reglas aceptadas por los demás psicoanalistas; expulsado ( “ excomulgado” , dice Lacan, que añade: “como Spinoza”; como vemos, no era un dechado de modestia), crea su propia “Escuela” en 1964. Para ello, el 21 de junio de ese mismo año pronuncia una declaración muy degaulliana que se ha hecho famosa: “Fundo -solo, como siempre he estado en mi relación con la causa analítica- la Escuela Francesa de Psicoanálisis...”. Él la crea y otros lo siguen: la excepción es fundadora. Es por tanto inevitable que este hombre ajeno a toda norma se interese por la excepción y trate de teorizarla.
Algunos hombres contribuyen a la constitución de grupos y sociedades, pero Lacan opina que donde la excepción adquiere realmente su sentido es en el bando de lo femenino. Y es que las mujeres son todas diferentes, hasta el punto, incluso, de que no podemos decir que sean excepcionales porque no hay ninguna norma sobre la mujer. Cuando Lacan afirma que “La mujer no existe”, quiere decir que en la mujer no hay generalidad, que las mujeres no encajan en ninguna serie. Existen “La República”, “La Muerte”, “La Esperanza”, pero no “La Mujer”.
En el caso del hombre, la excepción radica en el padre o en la madre. Dicho de otro modo, el hombre solo se asemeja a la mujer en la vertiente de la excepción. Sólo hay que pensar en un Luis XIV autoritario, emperifollado y adulado, para comprender que desempeñaba el papel de la loca más loca de Versalles (aunque le gustasen las mujeres, la cuestión no es esa). Y Jacques Lacan, ¿ocupaba la posición del padre o la de la mujer? Como es natural, no sabemos la respuesta: el asunto queda sin resolver.
CONCLUSIÓN: Entre la universalidad del hombre y el “no todo” de la mujer, no hay nada que ver: ¡circulen!
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DON JUAN O EL GOCE DE LAS MUJERES
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Don Juan, que se aclara bastante bien con la línea divisoria de los sexos, se sitúa deliberadamente en el bando de la excepción. Es el héroe del deseo, el hombre que ama apasionadamente a las mujeres, y hay que reconocer que ellas le corresponden: ninguna se resiste a su mirada ardiente, a su labia y a su intrépida jovialidad. Jacques Lacan hace de Don Juan una figura femenina, un mito femenino, en primer lugar porque Don Juan desea gozar más allá de la ley, sin obedecer a nada ni a nadie, y en segundo lugar, porque es un personaje que hace gozar a las mujeres. Pero ¿qué busca este semidiós que se burla de las convenciones y de los principios? Lacan piensa que Don Juan persigue a la mujer provista de un sexo de hombre, se acuesta con más de mil mujeres para alcanzarla y, evidentemente, no la encuentra. Salvo en el momento en que coincide con el convidado de piedra, que representa un más allá de la mujer; ahí termina todo, su destino queda sellado y Don Juan muere.
Si Don Juan hubiera sido perverso, habría podido utilizar otro método para encontrar a “La Mujer”. Según Freud, el perverso confiere existencia a la mujer no castrada a través de sus maniobras, de sus puestas en escena, que niegan la ausencia de pene de la mujer. Por ejemplo, si el perverso necesita un zapato para hacer el amor con una mujer, es porque de niño la última cosa que vio antes de comprender que su madre no tenía sexo masculino fue precisamente un zapato. La presencia del fetiche, que funciona como un velo, le permite negar la imagen de la mujer castrada. Gracias a esta puesta en escena, para él es como si la mujer estuviera completa, igual que el hombre. ¡El perverso es un señor que se monta sus películas!
Pero volvamos a Don Juan, que hace gozar a las mujeres sin necesidad de zapato. ¿Cómo lo consigue? Es una vasta cuestión que se plantean muchos hombres. Para empezar, ¿quién goza, en la cama? ¿Y con qué goza? ¿Con el otro, con el sexo, con uno mismo? Lacan no cree en el punto G ni en consideraciones peregrinas sobre el orgasmo clitoridiano o vaginal y, probablemente, la lectura del superventas La vida sexual de Catherine M no le habría enseñado nada nuevo. Según él, la mujer entabla con el goce una relación distinta de la que entablan los hombres. Al parecer, esto es lo que explica que la mujer disfrute más que el hombre en la cama; al menos eso nos enseña la mitología con el personaje de Tiresias, quien tuvo la insigne suerte de convertirse en mujer después de haber habitado un cuerpo de hombre.
El goce femenino es otro: ¿qué es, entonces? Según Lacan, el goce femenino tiene por principio la representación de un muerto, que adopta la forma del íncubo o del espectro que se aparece por la noche para dar placer a las mujeres. Todo esto parece un poco abstracto, pero podemos encontrar ejemplos en la cultura denominada “de masas” y en la vida cotidiana. El fantasma puede simbolizarse perfectamente con Drácula, el muerto viviente, el espectro que reclama una esposa. Este personaje, muy apreciado por el cine y el cómic, no necesita preocuparse por su plan de jubilación porque tiene el éxito garantizado. ¿Será que la muerte es sexy? Quizá por eso algunas mujeres se encaprichan de pilotos de carreras, marinos o bomberos, de hombres que ejercen oficios peligrosos.
Todas estas mortíferas consideraciones no impiden que la mujer acepte de buena gana ser fiel a su maridito, al que podemos describir como un amable señor que sale de la oficina todos los días a la misma hora y regresa a su casa para leer el periódico delante de la tele. Sin embargo, de acuerdo con Lacan, cuando la mujer hace el amor con él, no es con él con quien goza (cuando goza), sino con otro. ¿Con quién? El otro es una especie de punto vacío, es justo todo lo que su marido no es: no se parece a nadie y puede ser un poco golfo y hasta un perturbado.
El goce de la mujer, como les sucede a ciertas mayorías políticas conseguidas a base de pactos, es por tanto “plural”. La fidelidad femenina más escrupulosa se basa en una duplicidad: por un lado la regularidad (el principio del placer) y por otro lado el goce (el más allá del principio del placer). En efecto, para Freud, ambas cosas se oponen: el principio del placer es lo mismo que “ir tirando”, es llevar una dieta variada y frugal, cuidar la higiene de vida, hacer deporte regularmente, acostarse temprano para encontrarse en forma y dejar la silla preparada por la noche para no olvidarse nada al coger el metro. En cambio, el más allá del principio del placer es el exceso, el goce llevado al punto de la tensión extrema, que puede coexistir con el dolor. Lo primero sería coger un Peugeot 205 para ir a buscar muguete al campo el Primero de Mayo, como es tradición en Francia, y lo segundo sería más bien subirse a un cochazo de 1500 centímetros cúbicos y salir a toda pastilla en dirección a Roma después de una cena copiosamente regada y un abundante consumo de productos ilícitos. Y el total sería la conjunción de estas dos cosas incompatibles: un ejercicio de alto voltaje, pero es que el goce femenino es un producto “dos en uno”.
EN RESUMEN: La mujer, incompleta por naturaleza, se relaciona con lo ilimitado; está más abierta que el hombre al más allá de las coerciones, al fuera de límites... que seguramente es el nombre inconfesable de muchos “jardines secretos” femeninos, pero también de obras fascinantes como la de Marguerite Duras.
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Corinne Maier / Capítulo III de Preocuparse es divertido.
Traductora: Zoraida de Torres Burgos

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