Jacques Lacan (1901-1981), genio para unos e impostor para otros, es ante todo un estilo que ha pasado a la leyenda: un hombre extravagante, un poco dandi, coleccionista, aficionado a la ropa original, los coches bonitos y, según dicen, a las mujeres. Lacan era un tipo curioso, y su trayectoria es igual que él: no puede considerarse sólo psicoanalista ya que también fue algo filósofo (por eso en ocasiones ha sido calificado de “pensador”); no es realmente un escritor puesto que publicó poco y tarde (los Escritos aparecieron en 1966), y tampoco puede considerarse un maestro ya que su enseñanza nunca dejó de moverse, transformarse y evolucionar.
Jacques Marie Émile Lacan, nacido en 1901 en una familia de comerciantes, procedía de la burguesía de provincias. Fue el mayor de cuatro hermanos y algunos lo han descrito como un niño “caprichoso y tiránico” y como un adolescente arrogante, “incapaz de organizar su tiempo y de comportarse como los demás”. Lo mismo se ha dicho de Charles de Gaulle, otro ilustre francés perteneciente a un ámbito muy distinto: tal vez lo que sucede es que, en una misma época, las hagiografías se escriben con palabras similares.
Un padre fabricante de vinagre, una educación tradicional y católica: se podría haber temido lo peor. Pero como lo peor nunca está asegurado, el joven Lacan se interesa por la cultura. Descubre a Spinoza a la edad de 14 años y de adolescente frecuenta la librería de Adrienne Monnier en la Rue de l’Odeón, donde conoce a Breton y a Soupault y asiste a las lecturas que hace James Joyce del Ulises (sin duda, una experiencia inaudita). Colabora con la revista Minotaure en la misma época que Salvador Dalí y se apasiona por Nietzsche mientras cursa estudios de medicina. Más tarde se especializa en psiquiatría y se forma con Clérambault, un médico un poco raro que estaba fascinado por las mujeres con velo y se dedicaba a fotografiarlas. Además, Lacan se interesa por los debates filosóficos de su tiempo y trata a Kojève y Koyré, dos intelectuales de origen ruso que lo inician en la lectura de Hegel y en la filosofía de la ciencia. Material de primera: en Francia abundan las mentes brillantes, aunque a menudo no sepamos qué hacer con ellas. Kojève, gran comentarista de Hegel, se dedicará en la segunda mitad de su vida a construir Europa desde su puesto de burócrata de lujo (es lo que se conoce como funcionario internacional).
Con Jacques Lacan tampoco sabremos muy bien qué hacer ni dónde meterlo. Pero de momento, aún es un desconocido para sus contemporáneos. En la década de 1930, Lacan sigue un análisis de seis años de duración con Rudolf Loewenstein, analista que más adelante declarará que Lacan era “inanalizable”. ¿Qué quiso decir con eso? Misterio. Lo cierto es que Lacan, el inanalizable, se hará analista e ingresará en la Sociedad Psicoanalítica de París. Lacan se incorpora a la escena del psicoanálisis internacional durante el congreso de Marienbad, donde presenta su famoso texto sobre el estadio del espejo. Al parecer, donde más había aprendido Lacan no era en el diván ni en compañía de sus colegas sino con una de sus enfermas, “Aimée”. Esta fascinante paranoica, cuyo rigor Lacan admiraba, constituye el tema de su tesis de medicina: De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad. Lacan adora a los locos y desarrolla una innovadora reflexión sobre psicosis. Por lo demás, ya lo dijo el diario Libération al titular de este modo la noticia de la muerte del psicoanalista en 1981: “Tout fou Lacan”.*
Lacan empieza a dar que hablar después de la guerra. Promete un “retorno” a Freud (1856-1939), aunque su relación con el padre fundador tiene las características de un encuentro fallido: en 1932, Lacan le envía su tesis de psquiatría sobre la psicosis y Freud acusa recibo con una simple tarjeta; en 1938, el vienés se entrevista en París con algunos psicoanalistas franceses, pero Lacan no forma parte de los invitados. Sin embargo, no será fallido el encuentro con el propio texto de Freud, que Lacan leerá incansablemente y que tratará de transformar en un “jardín a la francesa”. Convertir un pastel vienés en un croissant, con todo lo que este puede tener de aéreo y estructurado: esta es su ambición. Por esa época arrasa en Francia el estructuralismo, corriente que trata de encuadrar la realidad dentro de categorías lógicas, y Lacan también se ve afectado por el virus. Para interpretar el inconsciente descubierto por Freud, Lacan lo relaciona con el lenguaje, que según él es precondición del mismo. Trata de dotar de leyes al inconsciente: serán leyes del lenguaje, es decir, las de la metáfora y la metonimia, las que indiquen cómo se genera el sentido, cómo adopta un movimiento de huida y evasión o cómo se detiene en ese movimiento. En la misma época en que Lacan intenta acercar el psicoanálisis a la lingüística, el antropólogo Claude Lévi-Strauss se empeña en combinar antropología y lingüística; parece que el siglo XX es fecundo en mezclas.
Las originales enseñanzas de Lacan se hacen cada vez más populares entre los analistas jóvenes. El seminario comienza al principio de la década de 1950; por entonces se lleva a cabo de forma artesanal, en el propio domicilio de Lacan, quien se dedica a comentar los textos freudianos ante una veintena de analistas en formación. Más adelante el proyecto adquirirá amplitud y Lacan pasará a impartir su enseñanza en Sainte-Anne y posteriormente en la Escuela Normal Superior, dos instituciones de las que se verá expulsado antes de encontrar refugio en la Facultad de Derecho. En esa época, Lacan interpreta un one man show que se pone de moda entre la buena sociedad parisina: hasta la cantante Dalida se asoma un día por sus clases, lo cual hay que reconocer que es el mundo al revés. Y es que el doctor Lacan es un orador de una intensidad excepcional. Sin embargo, aunque cada vez tiene más éxito de público, no termina de hacerse un hueco en los espacios más codiciados por la intelligentsia francesa: no obtiene ninguna cátedra universitaria (aunque promueve la creación de un departamento de psicoanálisis en la Universidad de Vincennes) ni es elegido miembro del Colegio de Francia. Lacan revoluciona el psicoanálisis como outsider del pensamiento. No debemos sorprendernos: las revoluciones las inician siempre los marginados.
Si “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”, según la conocida fórmula de Lacan, veamos cómo repercute eso en la sesión analítica: el análisis, mediante un juego con el tiempo, tiene que servir para abrir y precipitar el lenguaje del paciente. Lacan introduce las sesiones de duración variable, una controvertida innovación que aún hoy mantiene divididos a los psicoanalistas. En su momento esta propuesta fue muy mal recibida en la Sociedad Psicoanalítica de París, donde la duración de las sesiones era un dogma sacrosanto. La negativa de Lacan a trabajar del mismo modo que los demás le granjea bastantes enemistades; en 1964, tras una serie de rupturas, funda la Escuela Freudiana de París, que se sitúa al margen de la todopoderosa Asociación Internacional de Psicoanálisis, de la que Lacan había sido excluido. En 1981 crea la Escuela de la Causa Freudiana. En resumen, Lacan, movido quizá por el deseo de ser una víctima, la piedra desechada de un orden del mundo que él rechaza, es un hereje: y desde esta posición de excepción funda sus instituciones psicoanalíticas (no ofendemos al maestro si apuntamos que durarán bastante menos que la Iglesia Católica fundada por Cristo). Actualmente es el laconismo, y sólo él, el que mantiene dividido en dos polos el campo psicoanalítico francés: los no lacanianos por un lado (llamados a veces “freudianos ortodoxos”) y los lacanianos por el otro.
Lo que intenta Lacan, con éxito, es introducir la subversión y el desorden en el seno de un mundillo psicoanalítico un poco demasiado tranquilo para su gusto. A su manera, Lacan fue un héroe del psicoanálisis. Un héroe de un tipo menos burgués que Freud, gracias a su inimitable estilo: inimitable pero muy copiado, y a menudo muy mal. “El estilo es el hombre mismo”: Lacan tomó esta frase del escritor Buffon, que no era ningún bufón sino un fabuloso escritor. Es cierto que Lacan fue un luchador, un rebelde, pero tampoco hay que cargar las tintas. Hagamos más bien un retrato puntillista partiendo de testimonios leídos aquí y allá: seductor (a pesar de sus grandes orejas); falsamente descuidado; dotado de una inteligencia supremamente rápida; extravagante; conquistador; inadaptado a la normalidad; soberanamente despreciativo frente a la estupidez cotidiana; incapaz de someterse a la autoridad; intratable y arrogante; sediento de celebridad; apolítico de tendencia conservadora. En resumen: un hombre rotundamente barroco, inclasificable, alborotador y conflictivo.
El nombre de Lacan, aparte de terminar imponiéndose en el psicoanálisis, se hizo un hueco en el panorama intelectual francés del siglo XX. Jacques Lacan dialogó con diversos pensadores que fueron también amigos suyos: Bataille, Sastre, Merleau-Ponty, Camus, Lévi-Strauss o Jakobson. Mantuvo hasta el fin de sus días una curiosidad insaciable, abierta a los campos más diversos de la cultura. En sus textos cita a Aristóteles, Wittgenstein, Kant, Spinoza, Frege, Cantor...Lacan animaba a sus alumnos a interesarse por la antropología, la lingüística, la filosofía, el arte o las ciencias exactas. Y recíprocamente, su enseñanza contamina numerosos campos del saber.
Nuestra imagen preferida del doctor Lacan no es la del maestro adulado por sus cortesanos sino la del hombre ya anciano que, teniendo a sus espaldas una obra considerable, despliega su pensamiento de una forma inédita con ayuda de la topología. ¿No es esta tentativa sin precedentes de materializar el inconsciente una magnífica muestra de valor y de audacia? Para el anciano que se dedicaba a hacer nudos con cordeles, lo importante era poner de nuevo las cartas sobre la mesa, buscar, abrir infatigablemente caminos nuevos. Algunos han descrito a un Lacan cansado que, al final de la década de 1970, pasaba largos ratos en silencio, inmóvil delante de los nudos borromeos que dibujaba con dificultad en la pizarra. Pese a la cercanía de la muerte, estaba librando un último asalto contra sus enigmas.
¿Qué sigue en vigor de las enseñanzas de Lacan? Muchas cosas, estrechamente interrelacionadas: unos comentarios magníficos, casi siempre divertidos, sobre libros o cuadros famosos, que los vuelven cercanos y vivos a la vez; los elementos denominados “clínicos” (que pretenden ser de utilidad para los psicoanalistas); y una multitud de conceptos en eterno movimiento, continuamente redefinidos y reelaborados, como si Lacan hubiera querido emborronar las pistas. Su obra está escrita en un lenguaje complejo, retorcido y algo preciosista, impregnado de numerosas influencias, que imita quizá las ondulaciones del inconsciente. Los Escritos del maestro son un libro de difícil acceso para los no iniciados, pero seguramente su dificultad es deliberada, porque descifrar el inconsciente es también una tares ardua. Cuesta abordarlo y, sobre todo, cuesta no apresurarse a creer que se ha entendido. Los Escritos de Lacan, que algunos llaman maliciosamente “écrans de l’acquis”,** son cualquier cosa menos un manual que tengamos que empollar para convertirnos en expertos y tener derecho a creernos listos. De hecho, esta obra pretende ser un escudo contra la estupidez del personaje ilustre embobado por su propia fama, un antídoto contra la figura del psicoanalista-que-lo-ha-entendido-todo. Está para recordarnos que comprender exige un esfuerzo, es una tentativa que hay que reemprender constantemente.
No existe un “manual de instrucciones para Lacan”. Su obra, por su carácter abierto, no puede reducirse a fórmulas preestablecidas: para leerla, más que involucrar parte de uno mismo, tiene que involucrarse uno mismo por completo. Darle sentido consiste básicamente en añadirle lo que uno es. Y, en este caso como en todos, lo que se recompensa es más el intento sincero que el esfuerzo laborioso. Solos o acompañados, *** adentrémonos en sus enseñanzas: de este modo conseguiremos que Lacan viva para y con cada uno de nosotros, sus lectores. Para cerrar esta introducción usaremos la forma del retruécano, tan del gusto de Lacan: “Cuando hayamos leído y releído a Jacques Lacan, que no es lacónico ni canónico y cuyo pensamiento forma una lacería inextricable y opaca que puede recorrerse en todos los sentidos pese a caer en lagunas que son las nuestras, aunque entremos en jaque cansados de la canción, entenderemos que todo carece de jactancia”.
* El titular establece un juego entre “tout fou Lacan” (chalado Lacan) y “tout fout le camp”, que suena de forma similar y significa “todo se acaba, todo se larga”. (N. de la t.)
** “Écrans de l’acquis” (“pantallas de lo adquirido”) suena de forma muy similar a “Écrits de Lacan” (“escritos de Lacan”). (N. de la t.)
*** Lo habitual en las instituciones analíticas es leer a Lacan en grupos de cuatro personas (lo que se conoce como “cartel”). Esta es la práctica que recomendaba el propio Lacan. Ahora bien, ¿tiene derecho un autor a decidir la forma en que será leído después de su muerte? Uno, dos, cuatro o diez: igual que sucede en el ámbito de la sexualidad, ¿no es cada uno el mejor juez a la hora de elegir la cifra?
Jacques Marie Émile Lacan, nacido en 1901 en una familia de comerciantes, procedía de la burguesía de provincias. Fue el mayor de cuatro hermanos y algunos lo han descrito como un niño “caprichoso y tiránico” y como un adolescente arrogante, “incapaz de organizar su tiempo y de comportarse como los demás”. Lo mismo se ha dicho de Charles de Gaulle, otro ilustre francés perteneciente a un ámbito muy distinto: tal vez lo que sucede es que, en una misma época, las hagiografías se escriben con palabras similares.
Un padre fabricante de vinagre, una educación tradicional y católica: se podría haber temido lo peor. Pero como lo peor nunca está asegurado, el joven Lacan se interesa por la cultura. Descubre a Spinoza a la edad de 14 años y de adolescente frecuenta la librería de Adrienne Monnier en la Rue de l’Odeón, donde conoce a Breton y a Soupault y asiste a las lecturas que hace James Joyce del Ulises (sin duda, una experiencia inaudita). Colabora con la revista Minotaure en la misma época que Salvador Dalí y se apasiona por Nietzsche mientras cursa estudios de medicina. Más tarde se especializa en psiquiatría y se forma con Clérambault, un médico un poco raro que estaba fascinado por las mujeres con velo y se dedicaba a fotografiarlas. Además, Lacan se interesa por los debates filosóficos de su tiempo y trata a Kojève y Koyré, dos intelectuales de origen ruso que lo inician en la lectura de Hegel y en la filosofía de la ciencia. Material de primera: en Francia abundan las mentes brillantes, aunque a menudo no sepamos qué hacer con ellas. Kojève, gran comentarista de Hegel, se dedicará en la segunda mitad de su vida a construir Europa desde su puesto de burócrata de lujo (es lo que se conoce como funcionario internacional).
Con Jacques Lacan tampoco sabremos muy bien qué hacer ni dónde meterlo. Pero de momento, aún es un desconocido para sus contemporáneos. En la década de 1930, Lacan sigue un análisis de seis años de duración con Rudolf Loewenstein, analista que más adelante declarará que Lacan era “inanalizable”. ¿Qué quiso decir con eso? Misterio. Lo cierto es que Lacan, el inanalizable, se hará analista e ingresará en la Sociedad Psicoanalítica de París. Lacan se incorpora a la escena del psicoanálisis internacional durante el congreso de Marienbad, donde presenta su famoso texto sobre el estadio del espejo. Al parecer, donde más había aprendido Lacan no era en el diván ni en compañía de sus colegas sino con una de sus enfermas, “Aimée”. Esta fascinante paranoica, cuyo rigor Lacan admiraba, constituye el tema de su tesis de medicina: De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad. Lacan adora a los locos y desarrolla una innovadora reflexión sobre psicosis. Por lo demás, ya lo dijo el diario Libération al titular de este modo la noticia de la muerte del psicoanalista en 1981: “Tout fou Lacan”.*
Lacan empieza a dar que hablar después de la guerra. Promete un “retorno” a Freud (1856-1939), aunque su relación con el padre fundador tiene las características de un encuentro fallido: en 1932, Lacan le envía su tesis de psquiatría sobre la psicosis y Freud acusa recibo con una simple tarjeta; en 1938, el vienés se entrevista en París con algunos psicoanalistas franceses, pero Lacan no forma parte de los invitados. Sin embargo, no será fallido el encuentro con el propio texto de Freud, que Lacan leerá incansablemente y que tratará de transformar en un “jardín a la francesa”. Convertir un pastel vienés en un croissant, con todo lo que este puede tener de aéreo y estructurado: esta es su ambición. Por esa época arrasa en Francia el estructuralismo, corriente que trata de encuadrar la realidad dentro de categorías lógicas, y Lacan también se ve afectado por el virus. Para interpretar el inconsciente descubierto por Freud, Lacan lo relaciona con el lenguaje, que según él es precondición del mismo. Trata de dotar de leyes al inconsciente: serán leyes del lenguaje, es decir, las de la metáfora y la metonimia, las que indiquen cómo se genera el sentido, cómo adopta un movimiento de huida y evasión o cómo se detiene en ese movimiento. En la misma época en que Lacan intenta acercar el psicoanálisis a la lingüística, el antropólogo Claude Lévi-Strauss se empeña en combinar antropología y lingüística; parece que el siglo XX es fecundo en mezclas.
Las originales enseñanzas de Lacan se hacen cada vez más populares entre los analistas jóvenes. El seminario comienza al principio de la década de 1950; por entonces se lleva a cabo de forma artesanal, en el propio domicilio de Lacan, quien se dedica a comentar los textos freudianos ante una veintena de analistas en formación. Más adelante el proyecto adquirirá amplitud y Lacan pasará a impartir su enseñanza en Sainte-Anne y posteriormente en la Escuela Normal Superior, dos instituciones de las que se verá expulsado antes de encontrar refugio en la Facultad de Derecho. En esa época, Lacan interpreta un one man show que se pone de moda entre la buena sociedad parisina: hasta la cantante Dalida se asoma un día por sus clases, lo cual hay que reconocer que es el mundo al revés. Y es que el doctor Lacan es un orador de una intensidad excepcional. Sin embargo, aunque cada vez tiene más éxito de público, no termina de hacerse un hueco en los espacios más codiciados por la intelligentsia francesa: no obtiene ninguna cátedra universitaria (aunque promueve la creación de un departamento de psicoanálisis en la Universidad de Vincennes) ni es elegido miembro del Colegio de Francia. Lacan revoluciona el psicoanálisis como outsider del pensamiento. No debemos sorprendernos: las revoluciones las inician siempre los marginados.
Si “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”, según la conocida fórmula de Lacan, veamos cómo repercute eso en la sesión analítica: el análisis, mediante un juego con el tiempo, tiene que servir para abrir y precipitar el lenguaje del paciente. Lacan introduce las sesiones de duración variable, una controvertida innovación que aún hoy mantiene divididos a los psicoanalistas. En su momento esta propuesta fue muy mal recibida en la Sociedad Psicoanalítica de París, donde la duración de las sesiones era un dogma sacrosanto. La negativa de Lacan a trabajar del mismo modo que los demás le granjea bastantes enemistades; en 1964, tras una serie de rupturas, funda la Escuela Freudiana de París, que se sitúa al margen de la todopoderosa Asociación Internacional de Psicoanálisis, de la que Lacan había sido excluido. En 1981 crea la Escuela de la Causa Freudiana. En resumen, Lacan, movido quizá por el deseo de ser una víctima, la piedra desechada de un orden del mundo que él rechaza, es un hereje: y desde esta posición de excepción funda sus instituciones psicoanalíticas (no ofendemos al maestro si apuntamos que durarán bastante menos que la Iglesia Católica fundada por Cristo). Actualmente es el laconismo, y sólo él, el que mantiene dividido en dos polos el campo psicoanalítico francés: los no lacanianos por un lado (llamados a veces “freudianos ortodoxos”) y los lacanianos por el otro.
Lo que intenta Lacan, con éxito, es introducir la subversión y el desorden en el seno de un mundillo psicoanalítico un poco demasiado tranquilo para su gusto. A su manera, Lacan fue un héroe del psicoanálisis. Un héroe de un tipo menos burgués que Freud, gracias a su inimitable estilo: inimitable pero muy copiado, y a menudo muy mal. “El estilo es el hombre mismo”: Lacan tomó esta frase del escritor Buffon, que no era ningún bufón sino un fabuloso escritor. Es cierto que Lacan fue un luchador, un rebelde, pero tampoco hay que cargar las tintas. Hagamos más bien un retrato puntillista partiendo de testimonios leídos aquí y allá: seductor (a pesar de sus grandes orejas); falsamente descuidado; dotado de una inteligencia supremamente rápida; extravagante; conquistador; inadaptado a la normalidad; soberanamente despreciativo frente a la estupidez cotidiana; incapaz de someterse a la autoridad; intratable y arrogante; sediento de celebridad; apolítico de tendencia conservadora. En resumen: un hombre rotundamente barroco, inclasificable, alborotador y conflictivo.
El nombre de Lacan, aparte de terminar imponiéndose en el psicoanálisis, se hizo un hueco en el panorama intelectual francés del siglo XX. Jacques Lacan dialogó con diversos pensadores que fueron también amigos suyos: Bataille, Sastre, Merleau-Ponty, Camus, Lévi-Strauss o Jakobson. Mantuvo hasta el fin de sus días una curiosidad insaciable, abierta a los campos más diversos de la cultura. En sus textos cita a Aristóteles, Wittgenstein, Kant, Spinoza, Frege, Cantor...Lacan animaba a sus alumnos a interesarse por la antropología, la lingüística, la filosofía, el arte o las ciencias exactas. Y recíprocamente, su enseñanza contamina numerosos campos del saber.
Nuestra imagen preferida del doctor Lacan no es la del maestro adulado por sus cortesanos sino la del hombre ya anciano que, teniendo a sus espaldas una obra considerable, despliega su pensamiento de una forma inédita con ayuda de la topología. ¿No es esta tentativa sin precedentes de materializar el inconsciente una magnífica muestra de valor y de audacia? Para el anciano que se dedicaba a hacer nudos con cordeles, lo importante era poner de nuevo las cartas sobre la mesa, buscar, abrir infatigablemente caminos nuevos. Algunos han descrito a un Lacan cansado que, al final de la década de 1970, pasaba largos ratos en silencio, inmóvil delante de los nudos borromeos que dibujaba con dificultad en la pizarra. Pese a la cercanía de la muerte, estaba librando un último asalto contra sus enigmas.
¿Qué sigue en vigor de las enseñanzas de Lacan? Muchas cosas, estrechamente interrelacionadas: unos comentarios magníficos, casi siempre divertidos, sobre libros o cuadros famosos, que los vuelven cercanos y vivos a la vez; los elementos denominados “clínicos” (que pretenden ser de utilidad para los psicoanalistas); y una multitud de conceptos en eterno movimiento, continuamente redefinidos y reelaborados, como si Lacan hubiera querido emborronar las pistas. Su obra está escrita en un lenguaje complejo, retorcido y algo preciosista, impregnado de numerosas influencias, que imita quizá las ondulaciones del inconsciente. Los Escritos del maestro son un libro de difícil acceso para los no iniciados, pero seguramente su dificultad es deliberada, porque descifrar el inconsciente es también una tares ardua. Cuesta abordarlo y, sobre todo, cuesta no apresurarse a creer que se ha entendido. Los Escritos de Lacan, que algunos llaman maliciosamente “écrans de l’acquis”,** son cualquier cosa menos un manual que tengamos que empollar para convertirnos en expertos y tener derecho a creernos listos. De hecho, esta obra pretende ser un escudo contra la estupidez del personaje ilustre embobado por su propia fama, un antídoto contra la figura del psicoanalista-que-lo-ha-entendido-todo. Está para recordarnos que comprender exige un esfuerzo, es una tentativa que hay que reemprender constantemente.
No existe un “manual de instrucciones para Lacan”. Su obra, por su carácter abierto, no puede reducirse a fórmulas preestablecidas: para leerla, más que involucrar parte de uno mismo, tiene que involucrarse uno mismo por completo. Darle sentido consiste básicamente en añadirle lo que uno es. Y, en este caso como en todos, lo que se recompensa es más el intento sincero que el esfuerzo laborioso. Solos o acompañados, *** adentrémonos en sus enseñanzas: de este modo conseguiremos que Lacan viva para y con cada uno de nosotros, sus lectores. Para cerrar esta introducción usaremos la forma del retruécano, tan del gusto de Lacan: “Cuando hayamos leído y releído a Jacques Lacan, que no es lacónico ni canónico y cuyo pensamiento forma una lacería inextricable y opaca que puede recorrerse en todos los sentidos pese a caer en lagunas que son las nuestras, aunque entremos en jaque cansados de la canción, entenderemos que todo carece de jactancia”.
* El titular establece un juego entre “tout fou Lacan” (chalado Lacan) y “tout fout le camp”, que suena de forma similar y significa “todo se acaba, todo se larga”. (N. de la t.)
** “Écrans de l’acquis” (“pantallas de lo adquirido”) suena de forma muy similar a “Écrits de Lacan” (“escritos de Lacan”). (N. de la t.)
*** Lo habitual en las instituciones analíticas es leer a Lacan en grupos de cuatro personas (lo que se conoce como “cartel”). Esta es la práctica que recomendaba el propio Lacan. Ahora bien, ¿tiene derecho un autor a decidir la forma en que será leído después de su muerte? Uno, dos, cuatro o diez: igual que sucede en el ámbito de la sexualidad, ¿no es cada uno el mejor juez a la hora de elegir la cifra?
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Corinne Maier / Introducción de Preocuparse es divertido.
Traductora: Zoraida de Torres Burgos.
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