sábado, septiembre 10, 2005

Sólo la palabra



Hay una palabra, una sola, de la que no se sabe de cierto si alguna vez ha traspasado la barrera que separa al silencio del sonido. Ya que por muy larga e inconteniblemente que se haya hablado, la barrera entre el silencio y el sonido no ha dejado nunca de existir, erizándose hasta llevar al que habla al borde del paroxismo. La incontinencia del habla ha de tener en ese infranqueable obstáculo su origen. Y el desbordamiento del hablar entonces toma carácter de fenómeno cósmico; catarata, erupción volcánica. Y la palabra que es en sí misma unidad, conjunción milagrosa de la “fysis”, del sentido que abarca y reúne los sentidos, soplo vivificante, impalpable fuego y luz del entendimiento, cae arrastrada más infeliz que la piedra que acabará de rodar alguna vez al encontrar el mínimo albergue de su peso.
La palabra escondida, a solas celada en el silencio, puede surgir sosteniendo sin darlo a entender un largo discurso, un poema y aun un filosófico texto; anónimamente, orientando el sentido, transformando el encadenamiento lógico en cadencia; abriendo espacios de silencios incolmables, reveladores. Ya que lo que de revelador hay en un hablar proviene de esa palabra intacta que no se anuncia, ni se enuncia a sí misma, invisible al modo de cristal a fuerza de nitidez, de inexistencia. Engendradora de musicalidad y de abismos de silencio, la palabra que no es concepto porque es ella la que hace concebir, la fuente del concebir que está más allá propiamente de lo que se llama pensar. Pues que ella, esta palabra es pensamiento que se sostiene en sí mismo, reflejo al fin en lo simplemente humano de la lengua de fuego que abrió a aquéllos sobre quienes se posó el sentido y conocimiento de las lenguas todas. No se da a ver. Abre los ojos del entendimiento para que vea o vislumbre algo. Y no se presenta a sí misma porque, de hacerlo, acabaría con la relatividad del lenguaje y con su tiempo. Y quizá sea ella la que llegue un día.
Sin moverse, mueve; y sus aspectos son incalculables, daría de sí esta palabra impar para múltiples vidas; ilimitada y geómetra, trazadora de límites, de las necesarias separaciones entre los verbos y entre las diversas manifestaciones del tiempo; abre surcos en el tiempo paralelos o no. Y aún sostiene la divergencia entre ellos, pues que en la relatividad de la vida la divergencia es garantía de unidad cuando está sostenida por la palabra depositaria del sentido uno, de lo único.
Y llega ella, la palabra sola, a imponer en ciertos casos, en ciertas fases del ser del hombre, la privación del lenguaje, dejándolo reducido a lo indispensable para que siga formando parte de la sociedad el individuo a quien esto ocurre. Y a veces, quizá cuando el sujeto en cuestión insiste en hablar como siempre o más, se queda sin palabra alguna, sumido en total silencio, sin que pueda hablar ni consigo mismo. Mas le puede dejar sin esa distinción entre uno mismo y los otros, depositado en una vida de comunicación silenciosa, liberado de la expresión y del notificar. Establece la presencia de la palabra sola, una especie de respiración interior, una respiración del ser, de este ser escondido en lo humano que necesita respirar a su modo, que no puede ser el modo de la vida sin más. Vida y ser han de respirar al menos en el reino humano, haciendo presentir que sea así en todos los reinos del ser y de la vida distinta o unidamente.
Inicialmente las dos respiraciones, la de la vida y la del ser, se dan por separado. La respiración de la vida está bajo la amenaza de un cesar que no se hace sentir sino en ciertos momentos por una causa inmediatamente fisiológica, y con tanta frecuencia por la falta de respiración del ser escondido en el hombre. Y entonces la atención se vuelca en quien la padece, hacia fuera, hacia lo que cree ser la única respiración que posee y le sostiene. Y la dificultad de respirar vitalmente se condensa y arriesga hacerse total bajo la atención que, lejos de desatar el nudo, lo estrecha. Y es raro que la falta de respiración del ser no recaiga sobre la respiración de la vida, como es raro o imposible que ninguna dolencia del ser deje de afectar a la vida. Lo inverso, en cambio, sigue otra ley.
Pues que el ser escondido al respirar puede sostener en alto la vida de aquel en quien se da, sin que ninguna intención preconcebida ni ningún estímulo de afuera se interponga. Al ser, para que sostenga y aun salve los vacíos, las duraciones innumerables, los obstáculos de todo orden, hay que dejarlo a él mismo. Pues que alberga la palabra sola como su más directa manifestación incalculable. Ya que el ser, y más todavía por estar escondido en lo humano, es por principio incalculable, inasible, rodeado de un vacío que sólo desde él puede ser atravesado.
Y al fin en algunos seres humanos se cumple la unión de las dos respiraciones. Humanos, decimos, porque sólo de ellos podemos percibirlo con certeza. La respiración del ser hacia dentro, si se la considera desde esa superficie que la vida inexorablemente ofrece. Ya que la vida es por principio superficial, y sólo deja de serlo si a su respiro se une el aliento del ser que, escondido bajo ella, está depositado sobre las aguas primeras de la Vida, que nuestro vivir apenas roza. Pues que estamos depositados en la historia, atenazados por la necesidad y sobrecogidos por la muerte. Todo lo trasciende la respiración del ser, y así su palabra, la sola, desconocida y prodigiosa, milagrosamente identificada palabra, alza en su ímpetu único todas las palabras juntas y las unifica destruyendo irremediablemente. Ya que en el ser humano lo que trasciende abate y anula; nidifica. Y esta acción se aparece también doblemente. La nadificación que procede del ser, prenda de la unión, y aquella otra amenaza suprema que procede no del cese de la respiración vital, sino del apagamiento de la respiración del ser que más escondido se encuentre con mayor ímpetu, respira, dando entonces su sola palabra. Sólo su palabra antes de abrir el silencio que la trasciende.

Maria Zambrano

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