domingo, agosto 21, 2005

(IX) ¿QUÉ HACEMOS CON LAS PALABRAS Y QUÉ HACEN LAS PALABRAS CON NOSOTROS?

"LA CARTA ROBADA" ROBA A LOS QUE SE LA QUEDAN
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El hombre es un animal enfermo, y eso explica que pase por la vida sin saber qué tiene que hacer, qué quiere hacer ni qué debe hacer. “¿En qué me equivoco?”, se lamenta.
Está enfermo del lenguaje, porque la palabra no lo define. Somos prisioneros de las palabras, que nos llevan a rastras, no de la punta de la nariz sino por la punta de la lengua. Por ejemplo: la palabra oro tiene el sentido (significado) de metal precioso, pero abre otros significantes: loro, toro, corro, poro... Los significantes, las series y articulaciones que forman, dibujan una red en la que quedamos atrapados. Tratamos a la lengua como si fuera una criada para todo, pensamos que podemos utilizarla, explotarla, levantarle las faldas y castigarla, pero de hecho es ella la que nos posee.
El significante actúa sobre nosotros y nos determina sin que nos demos cuenta, como una carta que circula entre varias personas. Eso es lo que sucede en La carta robada de Edgar Allan Poe, el sorprendente relato que comentó Lacan. La obra trata de una carta que va de un sitio a otro. La cuestión que normalmente se plantea en las novelas policíacas es la siguiente: ¿quién es el que roba, y quién es el robado? En la historia de Poe todo el mundo termina robado, engañado por la maldita carta.
Por cierto, ¿qué hay en el sobre descrito por Poe? ¿Es una carta de delación, de amor? Todo lo que sabemos es que es una carta comprometedora, que exhala cierto aroma a ilegalidad y escándalo. Es un papel escandaloso que viaja, ya que los personajes se lo arrebatan los unos a los otros y vuelven a ponerlo en juego, de manera que la carta recorre todo un circuito. La carta produce determinados efectos aunque no sepamos cuál es el mensaje que contiene, y todos resultan engañados por el juego de las sucesivas sustituciones. Al principio es la reina la que tiene la carta; después, un ministro no demasiado honrado (es un pleonasmo) se la birla disimuladamente, sustituyendo la carta original por una falsa, y eso ante los ojos del rey, que no se entera de nada. La reina sí se da cuenta pero no puede evitarlo, porque el rey no debe enterarse. Al final acuden unos policías a registrar la casa del ministro, pero como son tontos (otro pleonasmo), no la encuentran. El detective Dupin aparece discretamente en escena y, más listo que Tintín, descubre la carta: estaba perfectamente a la vista en la repisa de la chimenea, y por eso mismo no la han encontrado los policías, que se imaginaban que estaría escondida. Dupin deja una falsificación en lugar de la codiciada carta y se va. ¡Vaya lío!
Según Lacan, Dupin representa la figura del analista: está “en posesión de la verdad” en una historia donde todo el mundo se confunde con una carta que brilla por su ausencia. Y es que en toda esta historia nadie posee la carta, porque es ella la que posee a todo el mundo. El que tiene la carta en determinado momento no puede hacer nada, se encuentra “feminizado”, según dice Lacan, lo que automáticamente lo coloca fuera de la ley. Ahí vemos otro gran tema lacaniano, el de la mujer fuera de la ley: como la reina en el texto de Poe, la mujer no puede reducirse al orden, a diferencia del hombre, que es mucho más fácil de enrolar, de enviar en manada a la muerte, de disfrazar de ejecutivo con traje y corbata, etc. La misiva que transforma a quienes la tienen entre las manos no tiene prisa, pero según dice Lacan, “una carta siempre llega a su destino”. Y su destino somos todos nosotros: la carta nos manipula y no nos damos cuenta.
PARA TERMINAR: Con su comentario sobre La carta robada, Lacan propone su particular proyecto para el psicoanálisis, un proyecto que actualmente, en política, llamaríamos “refundador”. Si fuera una película, podría titularse: Freud, el retorno. Lacan, en efecto, desea volver a lo que denomina “la letra de Freud”, por oposición a todas las deformaciones a las que han sometido la obra de Freíd los demás analistas. Para ello, Jacques Lacan se apoya en la figura ideal del psicoanalista, encarnada en el personaje de Dupin: al igual que Dupin, el psicoanalista restituye letra (la carta), porque conoce su dirección y su destino.
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"BOOZ DORMIDO", IMAGEN DEL PRINCIPIO
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Vamos a hablar de un vejete erecto. Sí, a veces pasa. Booz es un personaje de la Biblia del que se adueña Victor Hugo: su poema “Booz dormido” es todo un homenaje a la erección de un viejo. El hombre, a pesar de estar cargado de años, deja preñada a Ruth, su sirvienta; como dice Lacan, esta historia puede leerse simplemente como un asunto de faldas, pero también puede aureolarse de poesía. Cuando a Booz ya no le espera nada en la vida, engendra un hijo; procrea en el umbral de la muerte. Basta con recordar a Victor Hugo, su verde crepúsculo y su marcada afición a las criaditas, para saber que Booz existe.
Y todo esto, ¿a qué viene? Ahora lo veremos. En primer lugar, tenemos que explicar una de las fórmulas más conocidas de Lacan, “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”. Jacques Lacan se apoyó en la lingüística para revisitar y reorganizar el pensamiento de Freud, simplemente porque, según él, el lenguaje es lo que hace surgir el inconsciente. Lacan se inspira en el principio desarrollado por el lingüista Saussure y concluye que hay que distinguir entre los dos ejes del lenguaje, la metáfora y la metonimia. Uno y otro permiten que el significante recorra la lengua y la despliegue; la metáfora sustituye, salta acrobáticamente de una rama a otra en la red formada por los diferentes saberes y sus divisiones. La metonimia procede de otra manera: por combinación, operando un desplazamiento de significado a partir de una conexión ya existente. Para visualizarlo, imaginemos que Tarzán salta de un baobab a una higuera pasando por el mástil de un barco (metáfora) y que se desliza por una liana que lleva del todo a la parte (metonimia).
¿Y Booz? Booz es una metáfora, una imagen del padre. Lacan encuentra una ilustración de lo que es un padre en la imagen de la hoz de oro, el motivo principal del poema de Victor Hugo: “Qué Dios, qué segador del eterno verano / había dejado caer negligentemente al irse / esa hoz de oro en los campos de estrellas”. El padre separa, ejerce de tercero, es el intérprete de la ley. Dicho de otro modo, la paternidad va más allá de lo biológico, porque ser padre es erigirse en portavoz de una ley dictada en otro lado.
Pero Booz no es solamente un padre: también es un Dios, porque el padre ocupa siempre una posición divina. Lacan demuestra que esto es así con otra imagen del poema de Victor Hugo: “Su gavilla no era avara ni tenía odio”. Pequeño comentario de texto: aquí, la “gavilla” es a la vez una metáfora (sustituye al pene de Booz) y una metonimia (el sexo de Booz ocupa el lugar del propio Booz, la parte sustituye al todo). Sin abandonar del todo las historias de pitos, elevaremos un poco el nivel: Booz se asemeja a un creador divino que engendra repartiendo su esperma con abundancia, hasta el extremo de que se convierte en mera fecundidad natural. Lo que resulta improbable en el plano biológico se hace posible en el ámbito del significante, cuya potencia no deja de sorprendernos, está claro.
¿Adónde quiere ir a parar el doctor Lacan, si no a la conclusión de que el padre es siempre una metáfora (lo que Lacan denomina la “metáfora paterna”)? La palabra “padre” ocupa el lugar del término “fecundación”, lo sustituye queriendo decir otra cosa: el inicio, el origen ex nihilo de todo. La metáfora, el deslizamiento de sentido, es la imagen misma de la creación, la tensión entre lo que ha sido abolido y lo que ocupa su lugar. Si esto pone en cuestión la “metáfora paterna”, nuestro Tarzán (véase tres páginas más arriba) se perderá en la selva del lenguaje y empezará a divagar, por no haber sabido recrear un jardín a su medida.
La conclusión la pone Booz, a quien nos imaginamos gritando al despertar: “Metáfora, metáfora...¿Acaso tengo cara de metáfora?”.
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HIRSCH HYACINTHE, EL PARÁSITO QUE CUENTA CHISTES
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(Próximamente en esta pantalla)
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ANDRÉ GIDE, EL EPISTOLERO QUE JUEGA CON FUEGO
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(Próximamente en esta pantalla)
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JAMES JOYCE, EL ESCRITOR QUE GOZA CON LA LENGUA
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Joyce, el escritor, gozaba con la lengua. Era un escritor “juguetón”: que se recreara, se riera y se divirtiera tanto mientras fabricaba unos libros absolutamente herméticos para el lector normal nos deja patidifusos. Las palabras chocan y colisionan, y el significado recibe lo suyo, porque el escritor le da orden apremiante de circular. Y eso es lo que hace, ya que obras como Ulises o Finnegan’s wake presentan un significado totalmente abierto que puede interpretarse de una infinidad de maneras diferentes. Joyce, que en pleno siglo XX atraca el banco de la lengua y recrea un mundo entero, estaba convencido de que tendría a los profesores universitarios entretenidos durante trescientos años... y lo más curioso es que hoy en día todo hace pensar que su predicción era acertada. ¡También es cierto, sin ánimo de ofender, que muchas veces el universitario no está muy ocupado en los seis meses al año en que trabaja!
De hecho, a través de la escritura, y manipulando y reinventando el inglés, el dichoso irlandés revoluciona la lengua. Tal como son las cosas, se comprende que Joyce fascinara a Lacan, que quizá lo veía como a un primo lejano y prestigioso. El psicoanalista, al final de su enseñanza (a mediados de la década de 1970), le dedica lo que él mismo denomina una “investigación”, que adopta una forma completamente ajena al discurso universitario, una forma desaforada y creativa. En realidad la investigación de Lacan no se parece a nada conocido, y seguramente constituye el mejor homenaje que se pueda rendir a Joyce. Su comentario del escritor es tan inclasificable como los libros del irlandés: ¿es un intento de decir la última palabra? En cualquier caso, Lacan y Joyce forman un magnífico dúo.
¿Y qué dice Jacques Lacan? Dice que Joyce, con su arte, “suple la carencia paterna”, porque su deseo de ser artista compensa el hecho de que su padre nunca fuera un padre para él. En su padre hay algún dato que no encaja, no está muy claro el sitio que ocupa Joyce en el árbol genealógico: y como no quiere ser el hijo de su padre, se engendra a sí mismo. Joyce dice que quiere “forjar en la fragua de su espíritu la conciencia increada de su raza”. Y por eso Joyce hace todo lo que puede para que su apellido llegue a ser ilustre. ¿Cómo? Escribiendo. En Joyce, aunque las tres instancias de lo real, lo simbólico y lo imaginario no estén adecuadamente anudadas, sigue habiendo algo que mantiene en pie la estructura: es su escritura (lo que Lacan denomina su “sinthome”).* Su escritura le impide volverse loco. Dicho de otro modo, Joyce es hijo de sus obras, y el arte le hace de padre.
Joyce, con la escritura, pudo construirse algo que le permitió dirigir su vida interesando a los demás. Analizantes de todos los divanes, ¡imitémoslo!

* Neologismo basado en la homofonía entre “symptôme” (“síntoma”) y “saint homme” (“hombre santo”). (N. de la t.)
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Corinne Maier / Capítulo IX de Preocuparse es divertido.
Traductora: Zoraida de Torres Burgos

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