lunes, agosto 22, 2005

(VIII) PREGUNTAS ACTUALES

CON SADE, LA LIBERTAD SEXUAL EN CUESTIÓN
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CON DESCARTES, LA CIENCIA
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Vivimos inmersos en la ciencia. Sin ella, nuestra sociedad sería inconcebible. Sube el telón: la época moderna empieza con Descartes. Descartes origina una nueva forma de actuar que anuncia un nuevo tipo de conocimiento. El filósofo borra de un plumazo la erudición y las representaciones de la realidad que prevalecían hasta entonces: es una especie de “Don Limpio” del saber, que anula todas las evidencias empíricas, disolviéndolas con el ácido de su famoso método. ¡Hagamos tabla rasa del saber! De acuerdo con Jacques Lacan, este rechazo es una “forclusión” inherente a la ciencia. Según él, la ciencia parte de un punto vacío, es un edificio que, cuando está bien construido, no presenta ninguna diferencia esencial con el delirio de un loco, absolutamente organizado y estructurado.
El proyecto de la ciencia no tiene otro objetivo que instaurar la convicción en el investigador, afirma Lacan. Al final de la duda, está la certeza del existo. La construcción del saber como un saber científico, un saber que se niega a dar crédito a la evidencia, nos obliga a creer en Otro, ya que el famoso “pienso, luego existo” de Descartes sólo puede formularse a partir de este.
¿Quién es ese Otro? Si no está dentro (Descartes inaugura una ciencia en la que no interviene Dios), es que está fuera. Se trata de un Dios que no actúa animado por ninguna voluntad y por ningún deseo; los ejemplos son conocidos: el motor inmóvil de Aristóteles, el Dios que no engaña de Einstein. El Dios del sabio traduce la búsqueda de un Otro del Otro; pero Lacan afirma que no hay garantía última de nada, “no hay metalengua”, puesto que no hay nada fuera del lenguaje. Por tanto, es inútil buscar la dimensión oculta de las cosas, una supuesta verdad que quedaría por encima de nosotros o más allá de nosotros: tal verdad no existe. ¡Por eso mismo, nadie puede tener la última palabra!
La ciencia expulsa a Dios (aunque conserva prudentemente su sitio, que podría serle de utilidad), pero tiene horror al vacío. Contra las apariencias, la ciencia no sirve para entender la naturaleza o para observar el mundo; según el doctor Lacan, el objetivo de la ciencia es acumular objetos, como las ondas de radio, o como toda una plétora de cacharritos técnicos. Porque la ciencia se mete en todo y nos inunda de cosas que terminan asfixiándonos: teléfonos inalámbricos, reproductores de vídeo, calculadoras, ordenadores...
Lo preocupante es que a la ciencia le importan un comino las consecuencias de lo que crea: se dedica a clonar sin ton ni son, vuelve antropófagas a las vacas, introduce células humanas en cerebros de mono... de acuerdo con el análisis de Lacan, la ciencia hace todo eso movida por una inexorable voluntad de muerte. La ciencia no se plantea ninguna pregunta, no experimenta ningún escrúpulo: las reticencias de Oppenheimer o de Einstein están pasadas de moda, salvo en el caso de ciertos biólogos que deciden arrojar el guante... pero por uno que hace algo así, salen treinta más que le toman el relevo. ¡El saber por el saber, cueste lo que cueste!
Y todos lo aprobamos, porque el discurso de la ciencia nos satura y nos provoca una inmensa transferencia: al final nos creemos que la ciencia está en posesión de un saber que actúa sobre lo real. Por lo demás, ya lo dicen los sondeos: cuando se pregunta a los franceses en qué creen, la ciencia ocupa el primer puesto, muy por delante de los medios de comunicación de masas, Dios o los políticos... Sin embargo, el entusiasta proyecto de la ciencia no cumple todas esas promesas, ni mucho menos; por ejemplo, nunca se habían consumido tantos medicamentos como ahora, lo cual demuestra que queda aún mucho por hacer para combatir las enfermedades mentales y la depresión, pese a los numerosos programas de investigación que prometían erradicar completamente estos males. Vivimos rodeados por el delirio de la ciencia y nos resulta imposible escapar de él. Es como en aquella serie británica de culto titulada “El prisionero”: el héroe nunca logra huir de un pueblo “normal” de Gran Bretaña en el que se encuentra recluido por orden de un decreto incomprensible. De hecho, da la impresión de que el prisionero está encerrado en su propio delirio.
Lacan estaba fascinado por el modelo de saber que propone la ciencia. Él mismo intentó dar legitimidad al psicoanálisis recordando que había surgido de la ciencia, que había devuelto el sujeto al ámbito del que había quedado excluido y que el propio psicoanálisis tenía que constituirse como ciencia. De este modo se podría resolver el difícil asunto de su transmisión: la física se propaga por medio de ecuaciones, y el psicoanálisis avanza “ de druida en druida”, como la fórmula de la poción mágica de Astérix... ya se ve hasta qué punto es delicada, y a menudo malograda, la transmisión del testigo. Este es el motivo de que Lacan intentara transcribir su doctrina en forma de “matemas”, una especie de álgebra que teóricamente simplifica las cosas. Actualmente, sin embargo, la conclusión no está tan clara: no parece que el psicoanálisis se haya constituido como ciencia. De todos modos, tal vez sea una suerte: ¡el marxismo también quiso ser una ciencia, con los resultados que conocemos!
OBSERVACIÓN: El psicoanálisis quiere ser el caballo de Troya de una ciencia que excluye la cuestión del inconsciente y aspira a ser su antídoto. Podría ser que el discurso crítico del psicoanálisis terminara poniéndose de moda ahora que las consecuencias del discurso científico generan una creciente preocupación.
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CON "LOS EMBAJADORES" DE HOLBEIN, EL OBJETO DEL DESEO
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¿Qué perseguimos? El amor, la riqueza, la gloria o la libertad, claro está, y más prosaicamente, la vecina, el último metro, el pan de cada día. Pero existe algo que es particularmente importante para cada uno de nosotros. En el centro de la “realidad” hay un objeto que es la causa de nuestro deseo. Es un poco como el muñequito del roscón de reyes: está oculto en su interior, no sabemos cómo es y todos esperamos que nos toque aunque no sepamos qué hacer con él cuando lo tengamos en la mano... además, por lo general no lo conseguimos.
Vamos a observar más de cerca este objeto oculto. Para ello empezaremos dando un rodeo y visitando un cuadro algo austero que pintó Holbein, Los embajadores, y que llamó la atención de Jacques Lacan. ¿Qué representa esta tela? Nada más que a dos personajes ricamente vestidos (aunque las pieles y el oro tengan una connotación un poco vulgar en nuestros días), con cara de estar aburriéndose bastante. Sin embargo, están rodeados por todo lo necesario para entretenerse en un domingo lluvioso: libros, instrumentos de música y algunos objetos dignos del “equipo del pequeño científico”, a la venta en todos comercios del ramo. Hasta aquí nada de especialmente apasionante, excepto que, en el primer plano del cuadro, delante de los personajes, hay algo muy extraño.
Se trata de una forma suspendida y oblicua que recuerda vagamente un platillo volante o un reloj blando de los que pintaba Dalí. En realidad es una anamorfosis, es decir, un dibujo deformado, y sólo se aprecia cuando el espectador pasa por delante del cuadro y está a punto de salir de la sala (para los amantes de la cultura, la obra se expone en la Nacional Gallery de Londres). Es la anamorfosis de una calavera, que sirve para poner de manifiesto la vanidad de las cosas humanas, y especialmente de las artes y las ciencias que entretienen a nuestros dos mocetones. El dibujo revela que todos nos obsesionamos con unas banalidades que nos llevan a olvidarnos de lo esencial. ¡Lagarto, lagarto!
Y para Lacan, lo esencial no es otra cosa que el objeto del deseo, que en este caso es la mirada. El hueco que crea la anamorfosis en el cuadro deja un espacio en el que se situará la mirada del espectador. Porque el ojo, y ahí es adonde pretende llegar el psicoanalista, no es lo mismo que la mirada. Cuando uno mira un cuadro le añade su mirada, aunque al mismo tiempo el cuadro se imprima en el fondo de su ojo. Hay un intercambio: el cuadro invita al que mira a depositar en él su mirada, y en contrapartida ofrece algo al ojo. Es un trato desigual, porque, como ocurre en el amor, lo que se da no es de la misma naturaleza que lo que se recibe: “Nunca me miras donde yo te veo”, declara el psicoanalista. Con el ojo miramos, y con la mirada podemos ver: un matiz sutil que nos deja deslumbrados.
Y ahora, una deslumbrante demostración: el ojo no puede circular, pero la mirada sí circula, como un objeto. En fin, es cierto que no podemos tocarla, pero según Lacan, no por eso deja de ser un objeto. Del mismo modo que la voz, el pecho o incluso los excrementos, aunque estos últimos ya los había señalado Freud. Cada uno de nosotros tiene un objeto de predilección, causa del deseo, al que Lacan da el nombre de “objeto a” (o también el “objeto A minúscula”); este concepto es una invención de Lacan, basada en trabajos de psicoanalistas como Mèlanie Klein y Winnicott. El “objeto a”, oculto y codiciado, nos hace vivir, nos hace correr y a veces nos paraliza. Hay que imaginar esta porción de placer, este pequeño “plus de goce” que parece tan abstracto, como lo que nos proporcionaría lo que nos falta, lo que haría que nuestro deseo quedara por fin colmado. Suponiendo que pudiéramos conseguirlo, lo que no es el caso, porque el “objeto a” se nos escapa irremisiblemente.
Sin embargo, nos empecinamos en dar vueltas alrededor de este maldito objeto sin alcanzarlo jamás. La pulsión, que está programada para ello, intenta apoderarse de él. Por eso va y viene entre nuestro “objeto a” y los otros, las personas que nos rodean. Como dice Lacan, todo el mundo se pasa la vida viendo y exhibiéndose (quienes giran en torno a la mirada), escuchando y haciéndose oír (quienes tienen a la voz como objeto de predilección), comiendo y dejándose devorar (estos prefieren el pecho), o incluso llenando de mierda a los demás y dejando que se les caguen encima (predomina el zurullo).* La mirada, la voz, el pecho, las heces: todo aquello que, desde el cuerpo hacia el exterior, puede atravesar un orificio, pasar entre los labios, salir de un agujero, surgir de una grieta. Y el fantasma, la puesta en escena del deseo, permite acomodar el objeto, siempre de la misma manera. Continuamos haciéndolo aunque llevemos varios años de diván a cuestas: la única diferencia es que sabemos que toda nuestra vida se reduce a la relación con un objeto inaccesible, con el que entablamos un vínculo de goce fijado de antemano.
De todos modos, el mundo capitalista ya había presentido todo eso hace mucho tiempo, aunque no lo había teorizado (el capitalista es listo, pero no un intelectual). ¡"El objeto a” está en el centro de nuestro sistema económico! La función de los medios de comunicación de masas consiste en vehicular la mirada y la voz hasta cada uno de nosotros; cuando vemos la tele, cuando oímos la radio, consumimos “objeto a” sin saberlo. Pero no nos contentamos con consumirlo sino que también lo producimos, tarea en la cual nos esforzamos al máximo, y todos nos convertimos en proletarios explotados para producir la plétora de bienes que nuestra industria necesita lanzar al mercado todos los años. Muchos de ellos tienen que ver directamente con la mirada o la voz: reproductores de vídeo, teléfonos móviles, programas de televisión, por no hablar de la electricidad y de los equipos necesarios para trasladar todo eso hasta los hogares de los consumidores...
Nuestra sociedad trata de colmar el vacío del individuo, aplacar su carencia; por eso, fabricando los objetos del bienestar, nos hacen creer que algunos de ellos son capaces de rellenar la brecha del deseo. Está claro que nos mienten: la ciencia ficción es la ficción de un mundo donde, satisfaciendo la necesidad de goce, se llega al límite del deseo... más o menos como en 1984, la famosa e inquietante obra futurista de Orwell. En realidad, como el objeto del deseo es definitivamente inalcanzable, es eso lo que nos permite seguir deseando, y por tanto consumiendo.
Moraleja: En el centro de la realidad, en el centro del amor y el deseo, está la carencia, el vacío, la muerte ¡Salta a la vista!

* El psicoanalista no teme a las palabras: si fuera así se dedicaría a otra cosa.
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EL CANALLA, EL CÍNICO Y EL DÉBIL
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EL HOMOSEXUAL O ¿QUÉ ES SER NORMAL?
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Corinne Maier / Capítulo VIII de Preocuparse es divertido.
Traductora: Zoraida de Torres Burgos

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