lunes, enero 23, 2006

El objeto del deseo


¿Qué perseguimos? El amor, la riqueza, la gloria o la libertad, claro está, y más prosaicamente, la vecina, el último metro, el pan de cada día. Pero existe algo que es particularmente importante para cada uno de nosotros. En el centro de la “realidad” hay un objeto que es la causa de nuestro deseo. Es un poco como el muñequito del roscón de reyes: está oculto en su interior, no sabemos cómo es y todos esperamos que nos toque aunque no sepamos qué hacer con él cuando lo tengamos en la mano... además, por lo general no lo conseguimos.
Vamos a observar más de cerca este objeto oculto. Para ello empezaremos dando un rodeo y visitando un cuadro algo austero que pintó Holbein, Los embajadores, y que llamó la atención de Jacques Lacan. ¿Qué representa esta tela? Nada más que a dos personajes ricamente vestidos (aunque las pieles y el oro tengan una connotación un poco vulgar en nuestros días), con cara de estar aburriéndose bastante. Sin embargo, están rodeados por todo lo necesario para entretenerse en un domingo lluvioso: libros, instrumentos de música y algunos objetos dignos del “equipo del pequeño científico”, a la venta en todos comercios del ramo. Hasta aquí nada de especialmente apasionante, excepto que, en el primer plano del cuadro, delante de los personajes, hay algo muy extraño.
Se trata de una forma suspendida y oblicua que recuerda vagamente un platillo volante o un reloj blando de los que pintaba Dalí. En realidad es una anamorfosis, es decir, un dibujo deformado, y sólo se aprecia cuando el espectador pasa por delante del cuadro y está a punto de salir de la sala (para los amantes de la cultura, la obra se expone en la Nacional Gallery de Londres). Es la anamorfosis de una calavera, que sirve para poner de manifiesto la vanidad de las cosas humanas, y especialmente de las artes y las ciencias que entretienen a nuestros dos mocetones. El dibujo revela que todos nos obsesionamos con unas banalidades que nos llevan a olvidarnos de lo esencial. ¡Lagarto, lagarto!
Y para Lacan, lo esencial no es otra cosa que el objeto del deseo, que en este caso es la mirada. El hueco que crea la anamorfosis en el cuadro deja un espacio en el que se situará la mirada del espectador. Porque el ojo, y ahí es adonde pretende llegar el psicoanalista, no es lo mismo que la mirada. Cuando uno mira un cuadro le añade su mirada, aunque al mismo tiempo el cuadro se imprima en el fondo de su ojo. Hay un intercambio: el cuadro invita al que mira a depositar en él su mirada, y en contrapartida ofrece algo al ojo. Es un trato desigual, porque, como ocurre en el amor, lo que se da no es de la misma naturaleza que lo que se recibe: “Nunca me miras donde yo te veo”, declara el psicoanalista. Con el ojo miramos, y con la mirada podemos ver: un matiz sutil que nos deja deslumbrados.
Y ahora, una deslumbrante demostración: el ojo no puede circular, pero la mirada sí circula, como un objeto. En fin, es cierto que no podemos tocarla, pero según Lacan, no por eso deja de ser un objeto. Del mismo modo que la voz, el pecho o incluso los excrementos, aunque estos últimos ya los había señalado Freud. Cada uno de nosotros tiene un objeto de predilección, causa del deseo, al que Lacan da el nombre de “objeto a” (o también el “objeto A minúscula”); este concepto es una invención de Lacan, basada en trabajos de psicoanalistas como Mèlanie Klein y Winnicott. El “objeto a”, oculto y codiciado, nos hace vivir, nos hace correr y a veces nos paraliza. Hay que imaginar esta porción de placer, este pequeño “plus de goce” que parece tan abstracto, como lo que nos proporcionaría lo que nos falta, lo que haría que nuestro deseo quedara por fin colmado. Suponiendo que pudiéramos conseguirlo, lo que no es el caso, porque el “objeto a” se nos escapa irremisiblemente.
Sin embargo, nos empecinamos en dar vueltas alrededor de este maldito objeto sin alcanzarlo jamás. La pulsión, que está programada para ello, intenta apoderarse de él. Por eso va y viene entre nuestro “objeto a” y los otros, las personas que nos rodean. Como dice Lacan, todo el mundo se pasa la vida viendo y exhibiéndose (quienes giran en torno a la mirada), escuchando y haciéndose oír (quienes tienen a la voz como objeto de predilección), comiendo y dejándose devorar (estos prefieren el pecho), o incluso llenando de mierda a los demás y dejando que se les caguen encima (predomina el zurullo).* La mirada, la voz, el pecho, las heces: todo aquello que, desde el cuerpo hacia el exterior, puede atravesar un orificio, pasar entre los labios, salir de un agujero, surgir de una grieta. Y el fantasma, la puesta en escena del deseo, permite acomodar el objeto, siempre de la misma manera. Continuamos haciéndolo aunque llevemos varios años de diván a cuestas: la única diferencia es que sabemos que toda nuestra vida se reduce a la relación con un objeto inaccesible, con el que entablamos un vínculo de goce fijado de antemano.
De todos modos, el mundo capitalista ya había presentido todo eso hace mucho tiempo, aunque no lo había teorizado (el capitalista es listo, pero no un intelectual). ¡El objeto a” está en el centro de nuestro sistema económico! La función de los medios de comunicación de masas consiste en vehicular la mirada y la voz hasta cada uno de nosotros; cuando vemos la tele, cuando oímos la radio, consumimos “objeto a” sin saberlo. Pero no nos contentamos con consumirlo sino que también lo producimos, tarea en la cual nos esforzamos al máximo, y todos nos convertimos en proletarios explotados para producir la plétora de bienes que nuestra industria necesita lanzar al mercado todos los años. Muchos de ellos tienen que ver directamente con la mirada o la voz: reproductores de vídeo, teléfonos móviles, programas de televisión, por no hablar de la electricidad y de los equipos necesarios para trasladar todo eso hasta los hogares de los consumidores...
Nuestra sociedad trata de colmar el vacío del individuo, aplacar su carencia; por eso, fabricando los objetos del bienestar, nos hacen creer que algunos de ellos son capaces de rellenar la brecha del deseo. Está claro que nos mienten: la ciencia ficción es la ficción de un mundo donde, satisfaciendo la necesidad de goce, se llega al límite del deseo... más o menos como en 1984, la famosa e inquietante obra futurista de Orwell. En realidad, como el objeto del deseo es definitivamente inalcanzable, es eso lo que nos permite seguir deseando, y por tanto consumiendo.
Moraleja: En el centro de la realidad, en el centro del amor y el deseo, está la carencia, el vacío, la muerte ¡Salta a la vista!

* El psicoanalista no teme a las palabras: si fuera así se dedicaría a otra cosa.
Corinne Maier / Preocuparse es divertido.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Interesante artículo... y estupenda la moraleja. He tenido que buscar el cuadro en google ;-)

Generalmente el hombre es un ser insatisfecho, siempre a falta de algo... Seguramente la sabiduria consisten en eso, en ser feliz con lo que se tiene. Un saludo.

Roma dijo...

Qué cuadro? Te refieres a la viñeta? Cómo has buscado el cuadro en google? es que hay algún sistema? ¿?

La viñeta la saqué, si no recuerdo mal, de un librito que recogía una selección de viñetas de humor gráfico de Maitena.

El artículo es parte de un capítulo de un libro. El libro lo quise escribir y subir enterito al blog, pero me cansé... y no lo terminé. Pero se puede echar un vistazo: está en los archivos de agosto 2005.

Gracias por tu visita y por tu comentario.

Anónimo dijo...

Hola. Me refiero al cuadro del que parte la reflexión de Lacan, esto es "Los embajadores" de Holbein. Éste es el que encontré en google... pero claro, de frente no se aprecia la calavera ;-)
Qué libros más profundos lees... imagino que son buen alimento para el alma. Yo con esto de internet no tengo tiempo para na! Un beso.

Roma dijo...

Claro! no caí, jaja. Ahora lo entiendo!
Si es que hablando se entiende la gente.