sábado, marzo 17, 2007

diana cazadora

(Fotografía de Juan Peiró)

xv.

Sobra decir que esa mañana no escribí una sola línea. ¿Cómo iba a ocuparme de los amores de Hernán Cortés y la Malinche cuando los míos se complicaban tan misteriosamente? ¿Qué se dieron, qué pudieron darse un rudo soldado extremeño y una princesa cautiva, y tabasqueña por añadidura? ¿Algo más que la alianza política mediante el sexo? ¿Algo más que la unión, verbal y carnal, de las lenguas? En cambio, Diana se fue a filmar un western ridículo a la Sierra Madre y yo me quedé cavilando sobre el placer que por lo visto yo no le había dado a ella, tomándolo sólo para mí.
Por un momento, casi me convencí de que yo era como todos los hombres, sobre todo los latinoamericanos, que buscan su satisfacción inmediata y les importa un puro carajo la de la mujer. Fui mi mejor abogado; me convencí en seguida de que éste no era mi caso, yo le había prodigado calor y atención a Diana Soren, mi paciencia no estaba en duda, mi pasión tampoco. Ella era tan voraz como yo deseoso de complacerla. Si el placer masculino al que ella se refirió esa mañana era el simple, directo de montarla y venirme, jamás lo hice sin todos los preámbulos, el foreplay, que la urbanidad sexual indica para satisfacer a la mujer y llevarla a un punto anterior a la culminación que conduzca, con suerte, al orgasmo compartido, el coito emocionante, hecho por partes idénticas de carne y de espíritu: venirse juntos, viajar al cielo… ¿Fallé en otro capítulo? Los revisé todos. Le pedí felación cuando intuí que ella quería mamar verga, agarrarla de la nuca y acercarla a mi pene levantado como a una esclava dócil era el placer que queríamos los dos. Pero también entendí cuando lo que quería ella era el cunnnilingue lento y asombrado con el que mi lengua iba descubriendo el sexo invisible de Diana, avergonzándome de la obstrusión brutal de mi propia forma masculina, güevona, evidente como una manguera abandonada en un jardín de pasto rubio; en ella, en Diana, el sexo era un lujo escondido, detrás del vello, entre los repliegues que mi lengua exploraba hasta llegar al pálpito mínimo, nervioso, azogado y azorado, de su clítoris de mercurio puro. Los sesenta y nueves no faltaron, y ella poseía la infinita sabiduría de las verdaderas amantes que conocen la raíz del sexo del hombre, el nudo de nervios entre las piernas, a distancia igual entre los testículos y el ano, donde se dan cita todos los temblores viriles cuando una mano de mujer nos acaricia allí, amenazando, prometiendo, insinuando uno de los dos caminos, el heterosexual de los testículos o el homosexual del culo. Esa mano nos mantiene en vilo entre nuestras inclinaciones abiertas o secretas, nuestras potencialidades amatorias con el sexo opuesto o con el mismo sexo. Una amante verdadera sabe darnos los dos placeres y darlos, además, como promesa, es decir, con la máxima intensidad de lo solamente deseado, de lo incumplido. El amor total siempre es andrógino.
¿Ella misma quería que yo la sodomizara? Lo hice de las dos maneras, poniéndola de cuatro patas para entrar por su vagina desde atrás, o lubricando su ano para entrar, desgarrándolo, al capullo de su mayor intimidad. Untos se los di, la regué con champaña una noche, rociándonos los dos entre carcajadas; de su espléndido aroma vaginal de frutas maduras ya hablé; le rocié mi loción masculina en las axilas y entre las piernas; ella me escondió su propio perfume detrás de mi oreja, para que durara siempre allí, dijo; yo mismo la engalané como a una Venus doméstica con la espuma de mi tarro de afeitar (Noxzema) y una tarde de domingo aburrida le afeité los sobacos y el pubis, guardándolo todo en otro tarro abandonado de mermelada, hasta que floreciera o se corrompiera atrozmente, qué se yo…
Acabé riéndome con ganas de todas estas pendejadas, recordando para acabar (lo creí en ese momento) la maravillosa frase del moribundo y cachondo millonario Volpone en la comedia de Ben Jonson:
-A mí me gustan las mujeres y los hombres, del sexo que sean…
¿Era eso lo que nos faltaba: compartir el sexo con otros, era ése el placer al que se refería Diana? ¿Qué quería? ¿Un ménaje à trois? ¿Con quién? ¿Con el stunt man que yo le serví para neutralizar? Entonces, ¿para qué meterlo en una triada? Ella acabaría sola con él; de esa vuelta de tuerca yo no me privaría: la dejaría sola con el hombre que yo serví para alejar, sola con él y sin el ménaje à trois… La partouze, la orgía francesa, tampoco me parecía muy interesante o factible con un viejo actor, una peinadora que mascaba chicle, una austera dama de compañía española, un director chaparro, obeso y barbudo y un cameraman que proclamaba su adhesión al culto de Onán como placer salvador y seguro de las prolongadas locaciones cinematográficas…
¿Con animales?
¿Fetichismo?
El espejo. Quizás no habíamos jugado bastante con los espejos.
No pude desarrollar esta fantasía, porque al mirar al espejo que cubría una de las puertas del closet, miré reflejada la mirada del Vaquero Metafísico, Clint Eastwood, y caí en la cuenta. Ya sabía lo que deseaba Diana.
Desnudos en la cama, esa noche la sentí fría y le pregunté si tenía ganas de hacer el amor.
-¿Por qué mejor no me preguntas si me gusta hacer el amor contigo? –dijo haciéndose un ovillo entre las sábanas.
-Está bien. Te lo pregunto.
-¿Qué?
-¿Te gusta hacer el amor conmigo?
-Tonto –me dijo con su sonrisa más fulgurante, más hoyuelesca.
-A mí me gustaría hacerte el amor en nombre de todos los hombres que te han hecho el amor –le dije acercándome bruscamente a su oído.
-No digas eso –ella tembló un poco.
La tomé de la cintura
-No sé si debo decírtelo.
-Somos libres. No nos guardamos nada tú y yo.
-Hay algo que me gusta de ti. Pretendes que estamos solos cuando cogemos.
-¿No lo estamos?
-No. Cuando nos acostamos yo veo pasar por tu piel a una multitud de hombres, desde tu primer novio hasta tus amantes ausentes pero vigentes…
Miré de reojo la foto de la estrella de Por un puñado de dólares y sentí un escalofrío.
-Sigue, sigue…
Ya no sabía lo que estaba haciendo con mis manos. Sólo conocía mis palabras.
-¿Puede haber sexo sólo entre dos?
-No, no…
-¿Te gusta saber que pienso en todos los hombres que te han gozado antes cuando yo mismo te cojo?
-¿Te atreves a decírmelo?
-¿No lo sabes tú, Diana? ¿No te gusta también?
-No me digas eso, por favor.
-¿No te desilusiono si te digo esto?
-No –casi gritó-. No, me gusta…
-¿Pensar que conmigo se acuestan contigo todos los hombres que te han cogido en tu vida?
-Me gusta, me gusta…
-Creí que no te iba a gustar…
-No digas nada. Siente cómo estoy sintiendo…
-¿Por qué no nos atrevemos a sentir este placer si tanto nos gusta?
-¿Cuál placer? ¿Qué dices?
-Este placer. El que te doy pensando que soy otro, el que tú sientes imaginando que yo también soy otro, admítelo…
-Sí, me gusta, me vuelve loca, no pares…
-Quisiera que todos ellos estuvieran aquí, viéndonos coger a ti y a mí…
-Sí, yo también, no te detengas, sigue…
-No te vengas todavía…
-Es que me estás dando muchas vergas hoy…
-Aguántate, Diana, nos están mirando, todos, desde ese espejo nos miran y nos envidian…
-Dime que a ti también te gusta que ellos nos miren…
-Me gusta que pretendas que lo hacemos solos. Me gusta saber que te gusta…
-Me gusta me gusta me gusta…
Cuando terminamos, ella se volteó hacia mí, entrecerró los ojos grises (¿azules?) como una bruma olvidada y me dijo:
-Que poca imaginación tienes.

Carlos Fuentes / Diana o la cazadora solitaria

2 comentarios:

chusbg dijo...

No he leido mucho a Calos Fuentes, pero nunca me lo imaginaría escribiendo un texto como este, muy curioso eso de que mientras hace el amor piensa en todos los hombres que se lo hicieron antes, me ha gustado mucho el texto y siendo un relato erótico demuestra que cambia mucho un mismo relato según quien lo escriba y aunque parezca que todo está dicho sobre el tema.
Un saludo

Anónimo dijo...

si asi es sin mas comentarios puesto que ya no nos ha dejado que decir,joooo