1. Como un frontón: toda la realidad exterior rebota sobre la materia pulida o azogada, sobre esa superficie enigmática donde reside, en puridad, la naturaleza misma de todos los espejos. Imán de imágenes o de realidades ajenas. El espejo las atrae y luego las expulsa al universo exterior, al lugar de la mirada. El espejo no quiere las cosas, no se las queda para sí. No es simpático, ni amable, ni acaparador: es un ente ‘repelente’. A pesar de todas las apariencias, no es penetrable sino duro y frío. Por eso era tan fantástica la Alicia de Lewis Carroll y tan quimérico el viaje de La sangre de un poeta, de Jean Cocteau. El más allá del espejo es mi más acá. Me devuelve siempre con implacable precisión los dardos y las puyas, las sonrisas y carantoñas. Todo lo que le lanzas tiende a convertirse, para ti que lo miras, en un insulto visual.
2. No es ilimitado. Cierto es que ha servido a veces como metáfora de cosas más bien infinitas (ejemplo: los discursos sobre la naturaleza en tanto que ‘reflejo especular’ de la divinidad), pero no hay en verdad ningún espejo sin unos bordes. Arriba y abajo, derecha e izquierda: aunque sea redondo u ovalado, o aunque tenga los perfiles inciertos que caracterizan a los cristales rotos, el espejo exhibe los mismos problemas de área y superficie que la pintura o la fotografía convencional. Lo reflejado, por tanto, es siempre un fragmento del mundo. De ahí se deduce que todo espejo exige una estrategia de posición (dónde está colocado) y otra, combinada, de contemplación (quién lo mira, y desde qué lugar). Añadamos el tiempo cronológico y atmosférico también, pues no en todas las horas puede existir esa luz sin la que el espejo no puede vivir...
3. Y es que, como Goethe antes de expirar, también el espejo parece exigir “luz, más luz”. Es enemigo de la noche, y hermano histórico del sol, con cuya iconografía se asimilaba su tradicional forma circular u ovalada. Ese rebote perfecto de la pelota luminosa, digámoslo así, ha permitido la identificación del espejo con el origen mismo de la luz. ¿No es la palabra ‘reflector’ un sinónimo de faro o de foco luminoso? Esta peculiaridad no ha impedido un interesante coqueteo con la poética de las sombras: pensemos en los espejos de la pintura tenebrista, no muy abundantes pero de gran interés poético. El Narciso de Caravaggio (Roma, Galleria Nazionale d’Arte Antica), por ejemplo, contempla su rostro en una charca oscura, como entreviendo algo que parece pertenecer más al ensueño nocturnal de la conciencia interior que al mundo luminoso de la vigilia; no es seguramente una casualidad que tuvieran bastante popularidad en el barroco los llamados ’espejos negros’; en su Magdalena penitente, del Metropolitan Museum of Art (Nueva York), Georges de La Tour sustituyó el tradicional espejo de la vanidad vencida por el vaso cristalino que contiene el aceite de la mecha encendida, y en cuya superficie se reflejan el libro y el látigo de las disciplinas; algo más convencional es la versión del Musée des Beaux Arts de Besançon en la que aparece la Magdalena contemplando el reflejo de la calavera en un pequeño espejo con marco de madera. En ambos casos toda la iluminación proviene de una pobre candela. La noche, siempre, a punto de vencer. En estos y en otros ejemplos de la misma corriente artística no hay un marco, un límite claro para la luz, y eso explica que nos hallemos en un universo relativamente impermeable a lo especular.
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Juan Antonio Ramírez / Reflejos y reflexiones del medio especular.
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