jueves, febrero 02, 2006

De las dificultades de librarse de las alambradas


De las dificultades de librarse de las alambradas

Mi querida amiga:

A veces sucede que uno pasa una velada con unos amigos y, por pura casualidad, la conversación recae sobre un argumento cualquiera. La otra noche, por ejemplo, estaba invitado a cenar en casa de unos amigos que viven justo detrás de la iglesia de Saint-Germain y, charlando, se aludió a un libro titulado Histoire politique du barbelé de Olivier Razac. Me apresuro a decirte que a ese autor no lo conozco y que todavía no he terminado su libro. Pero la idea de las alambradas me conmovió tan profundamente que no pude evitar dejarme arrastrar a ciertas reflexiones, como si esta carta que te envío fuera una sesión psicoanalítica y yo estuviera tumbado en un sofá. Los sofás de los psicoanalistas no me gustan, porque están llenos de las pulgas de los pacientes que han estado tumbados en él: pulgas que muerden, que pican, ya saciadas de la sangre ajena. Cada uno habla con su propia sangre, que pertenece aparentemente a grupos genéricos: para la Cruz Roja, ser del grupo cero significa ser donante universal, es decir, significa que poseemos la sangre igual a muchos otros. Pero no es verdad. La sangre es tan personal que no es transferible. Porque no está hecha sólo de glóbulos blancos y rojos, sino que está compuesta sobre todo de recuerdos. No hace mucho tiempo, leí en una revista especializada que algunos científicos de indiscutible fama han intentado establecer el lugar en el que se halla el punto central y más íntimo del conocimiento, al que han llamado “alma”. La han situado en cierta parte del cerebro. No estoy de acuerdo con ellos: el alma reside en la sangre. No en toda la sangre, naturalmente, sino en un solo glóbulo que está mezclado con miles de millones de otros glóbulos y, por lo tanto, nunca será posible dar con él, con ese pequeño glóbulo que contiene el alma, ni siquiera con el más perfecto de los ordenadores, con el que se acerque a Dios (porque a eso tendemos). Los que, en la historia de la humanidad, han comprendido y demostrado cuál es ese glóbulo que transporta el alma son los artistas y los místicos. Un artista sabe que en una de los miles de páginas de sus libros, por ejemplo la Recherche de Proust o la Divina Commedia de Dante, hay una sola palabra que es ese glóbulo que transporta su alma: y todo lo demás podría tirarse. Debussy sabe que en su Après-midi d’un faune, o en su Danza sagrada y profana sólo hay una nota que encierra su alma. Leonardo da Vinci sabe que en su Virgen de las rocas, o en La Gioconda sólo hay una pincelada donde en verdad se contiene su alma. Lo sabe, pero sin saber dónde se encuentra. Y ningún crítico y ningún exegeta podrá descubrirlo jamás. ¿Por qué?
Porque hay una alambrada que rodea a esa gota de sangre.
Ha habido momentos en los que las circunstancias históricas, la liberalidad de la sociedad, la aparente felicidad del ser, nos han hecho creer que conocíamos esa plaqueta, esa inefable y minúscula criatura del ser gracias a la cual ha nacido en esta tierra la vida y la inteligencia de la vida. Fueron sin duda lo0s momentos más hermosos y felices para los Conocedores, es decir, para aquellos a quienes la naturaleza había concedido el privilegio de comprender por todos los demás. Pero la ilusión siempre es efímera. Cuando no se evapora por su propia naturaleza, muere por efecto de las alambradas. Hay dos clases de alambradas fundamentales que actúan para acabar con la comprensión de nuestra alma: unas son las que levantan los demás, las otras son las que nos construimos nosotros mismos. De las primeras no hablaré: es tristemente conocida en este siglo nuestro que Primo Levi ha resumido con esta fórmula siniestramente química: Zyklon B, radiactividad y alambre de espino. En esta época de negación y revisionismo según la cual los cadáveres de las fosas comunes de los campos de concentración, las montañas de zapatos y de gafas todavía visibles hoy en Auschwitz no son más que humo salido de las chimeneas de la imaginación de los historiadores sectarios, hablar de alambradas parece sarcásticamente tautológico.
Así que no. Hablemos mejor de las alambradas mentales que han llevado a las alambradas de las que hablo yo: forman parte de mi espíritu, y forman parte de tu espíritu, oh, mi querida Amiga. Yo sé por qué lo sé. Y lo sé porque, habiendo llegado al año dos mil y a la modesta edad que he alcanzado, me he pinchado con esas alambradas hasta el extremo de hacer brotar esa gota de sangre en la que se halla por entero mi alma, y la tuya, aunque no lo quieras. Esa alambrada, contrariamente a cuanto piensas y que imaginas como una angosta prisión, puede ser también la máxima libertad que nos ha sido concedida. Por ejemplo, es una ventana. Esta noche, aquí, en casa de mis amigos, abro una ventana y me asomo. Hace mucho tiempo que quería volver a ver una tormenta de verano, y me pregunto si podrá repetirse de la misma manera y con las mismas sensaciones que provocó en mí en un pasado inmemorial. Estaba en la Toscaza, ya era de noche y conducía mi automóvil. Estaba bajando por la carretera que desde Montalcino lleva a la zona de Amiata. En determinado momento, a pesar de la oscuridad, tuve ganas de volver a ver la abadía de San Ántimo. Es sin duda la más hermosa iglesia románica del mundo, no sólo por la pura belleza de su construcción, por su ábside que se asemeja a la piel de una naranja pegada a un barco infantil, y por los bordados que endulzan el frontón y la cornisa de todo el edificio, sino también porque se halla en un valle que puede divisarse apenas se pasa la primera revuelta, y entonces la carretera baja dulcemente, como las caricias que mi abuela me hacía en la espalda cuando era pequeño para que me quedara dormido. Y al lado de la construcción en piedra arenisca que amarillea cuando hace sol, hay dos cipreses en forma de pincel, y nada más. Después de la segunda curva hay una gran encina, una encina vieja, muy vieja, bajo la que me detuve. No había luna aquella noche, sino unas nubes negras que hacían el cielo más bajo y el aire irrespirable. Era pleno verano, hacía calor, calor como el que hace en la Toscaza que he aprendido a amar desde que llegué desde mi norte natal, tanto calor que el día requiere alivio, un agua que aplaque el fuego, que lo apague aunque no sea más que por un rato. Detrás de la iglesia se dibujó un relámpago lívido que iluminó el ábside como en pleno día y, de angelical como era, se transformó en diabólica. Después apareció otro relámpago, al ponerse el sol, sobre los viñedos que descienden hasta la rectoral. Me asusté de ese anuncio de temporal, y pensé: será mejor volver a casa. En aquella época vivía en un lugar salvaje que no estaba lejos, en las colinas. Cuando llegué allí, el diluvio ya había comenzado, y el cielo estaba en llamas, como en una fiesta de pueblo en la que los santos se hubieran enfurecido. Subí a mi habitación y abrí la ventana. Era una ventana enorme, que daba a un paisaje de matorrales y rocas agujereadas por la intemperie. Allí vivían jabalíes y conejos silvestres que se hallaban ya en sus madrigueras. En mi habitación había una mujer que me dijo: ven a la cama. Si no la había, me la imaginé, porque cuando estalla una tormenta furibunda que te amenaza hasta hacer que te tiemblen las manos, es necesario oír la voz de una mujer que te conforte diciéndote: ven a la cama. Encendí un cigarrillo y me apoyé en el alféizar, y la brasa de mi cigarrillo era bien poca cosa frente a las llamas del cielo enloquecido. La electricidad del aire era tal que no sólo transportaba los pensamientos sino también las voces que corren por las ondas magnéticas estudiadas en su tiempo por Marconi. Y no había necesidad de marcar números para conectarse. Así fue como pensé en mis muertos, y como hablé con ellos. Las voces eran claras, nítidas y no tenían en cuenta en absoluto la explosión de los truenos. Me relataron sus vidas, que vidas no eran, y me dijeron que estaban tranquilos, porque de la vida que habían tenido no tenían nada de lo que rendir cuentas. Después se despidieron diciendo: vete a la cama a hacer el amor.
Y entretanto, yo seguía mirando a través de una ventana que da al cielo de París mientras en el fuego se cocinaba por sí mismo un plato italiano. La noche era estupenda, y unas cuantas nubes corrían leves por un cielo que tendía al cobalto. Después, las campanas de Saint-Germán tocaron un carillón festivo. Y la tormenta de verano de treinta años atrás regresó como por encanto, la volví a vivir porque las cosas pueden volver a vivirse incluso en un instante fugitivo, pequeño como una gota de lluvia que golpea en el cristal y dilata el universo de la visión.
Y desde esta ventana veía una enorme ciudad, veía los tejados de París, veía la vida de millones de personas, veía el mundo. Y quizá oyera las campanas de Saint-Germán. Y tenía la ilusión de que ese vasto horizonte era la libertad que las alambradas me han prohibido, o han prohibido a mis padres. Y sé que puedo escribir sobre esa libertad. Y sé que ella, a ti que me lees, mi querida Amiga, puede parecerte el privilegio de una verdadera libertad conquistada. Pero me guardo mis ilusiones, como tú, porque para encontrar realmente ese minúsculo glóbulo que viaja entre millones de glóbulos en mi sangre, donde se encuentra mi alma, y que podría pasar a través de las alambradas, debería atravesar de verdad esta ventana y tener el valor de que esa pequeña gota de sangre quedara impresa como una pincelada de un pintor en la acera de ahí abajo. Allí es donde sería de verdad, y donde tú podrías de verdad leerme. Pero ¿sabes por el contrario a quién correspondería leerme? A la policía científica, que, con sus instrumentos, acudiría a descifrar mi grupo sanguíneo. Por eso, en lugar de todo ello, te dejo unas cuantas palabras, y hay que contentarse, porque todo lo demás son palabras, palabras, palabras…

Antonio Tabucchi / Se está haciendo cada vez más tarde.

4 comentarios:

Ana dijo...

Roma...cada vez que leo algo de Antonio Tabucchi (o de Martín Garzo) quedo conmocionada. Debe ser que esa única gota de sangre se alborota en mis arterias.
Gracias por estas reconfortantes letras que son más que palabras, palabras, palabras...

el foliot rojo dijo...

Fue empezar el post y decir, mmm, esto me suena, mmm, esto es Tabucchi... En verdad, en verdad os digo, que leí ese libro en mal momento, habrá que volver a retomarlo.
Sobre esa idea del alma en un glóbulo, de una sóla palabra que encierra todo el valor de la obra y lo demás es prescindible, siempre he pensado eso en relación con unos famosos versos de Salvatore Quasimodo:
"Cada uno está sólo
sobre el corazón de la tierra
traspasado por un rayo de sol
y enseguida anochece".
Ese poema vale por la obra de toda una vida.

Mármara dijo...

A estas horas, y con este agotamiento (o lasitud, por causa del masaje), ni Tabucchi me tienta a leer. Mañana será otro día.

Anónimo dijo...

Vaya textos escribe este autor. Bueno, ¿habéis encontrado vuestra alma u os es imposible por las alambradas? Seguiremos buscado ;-)Un beso.